Cuando el deseo encuentra su puerta

Toda acción nace de la convergencia entre una necesidad interna y una oportunidad externa. Así lo formuló Paul Lazarsfeld, con la precisión de quien no buscaba explicar solo decisiones de consumo, sino los mecanismos profundos que dan forma a nuestros actos.

Nada ocurre sin que algo dentro se tense. Sin que un vacío, un anhelo, una incomodidad o una urgencia activen la maquinaria invisible de la voluntad. Pero esa tensión —ese querer— no basta. Puede habitar largo tiempo sin dar fruto, si el mundo no presenta la grieta por donde canalizarlo.

Sin necesidad no hay impulso. Sin oportunidad no hay acto. Vivimos entre impulsos y circunstancias. Y solo cuando ambos se entrelazan ocurre el movimiento. Comer no es hambre sin comida. Viajar no es deseo sin medio. Comprar no es impulso sin objeto. Amar no es carencia sin alguien al otro lado.

La oportunidad externa no es solo el entorno físico. Es también la mirada del otro, una palabra oportuna, una ventana digital, un precio que se ajusta. No siempre es explícita: a veces se disfraza, se oculta, se construye. A veces es trampa.

Pintura de una persona en una montaña

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

 Lazarsfeld no hablaba del libre albedrío como algo absoluto, sino como una danza estructurada entre lo que nos falta y lo que el mundo nos muestra. Lo perturbador es que muchas de esas oportunidades no son neutras: han sido diseñadas. Fabricadas para capturar nuestras tensiones, para ofrecernos salidas prefabricadas al vacío que sentimos.

Toda acción es un puente entre lo que nos falta y lo que el mundo nos ofrece. Pero no todos los puentes conducen a donde queremos llegar.

Pensar así la acción humana es alejarse del mito del individuo aislado. Toda decisión —hasta la más íntima— está tejida por fuerzas internas y externas que raramente comprendemos del todo. Lo que somos es el resultado de esos encuentros: momentos donde algo dentro de nosotros encontró afuera una forma posible.

Y quizá la verdadera libertad no consista en tener deseos, ni en tener opciones, sino en reconocer cuándo el mundo nos ofrece una puerta que no es la nuestra.

¿Puede haber comprensión sin abstracción?

Comprender es un verbo que usamos a diario, casi con ligereza. Decimos “entiendo”, “lo comprendo”, como si bastara con percibir o escuchar para saber. Pero si nos detenemos un momento, si interrogamos de verdad ese acto de comprender, surge una cuestión más profunda: ¿es posible comprender algo sin abstraerlo?

La abstracción es esa capacidad silenciosa de extraer lo esencial. El niño que reconoce que todos los perros, aunque diferentes, pertenecen a una misma categoría, está abstrayendo. Percibe lo común, lo invisible tras lo diverso. Y al hacerlo, comprende. No porque haya memorizado, sino porque ha reorganizado lo vivido en su interior hasta dotarlo de sentido.

¿Y en los niveles más primarios? Una planta gira hacia la luz. Un pez se aleja de un depredador. Son respuestas eficaces, sí, pero no hay ahí abstracción ni interpretación. Solo reacción. ¿Podemos llamar a eso comprensión? Probablemente no. Son adaptaciones instintivas, sin un proceso consciente de vínculo o generalización.

Imagen generada

En cambio, cuando un ser humano capta una emoción en el rostro ajeno, comprende algo que no está explícito. Intuye una tristeza, interpreta un gesto, accede a un estado interior no visible. Y para eso necesita una forma de abstracción, aunque no sea verbal ni racional. Incluso la empatía es una abstracción encarnada.

El arte también nos lo recuerda. Una pintura no se comprende por sus colores, sino por aquello que sugiere más allá de lo que muestra. Comprender una obra no es leerla literalmente, sino abrirse a lo que se desprende de ella. Y lo que se desprende es siempre una idea, una resonancia, un símbolo. Es decir: una abstracción.

Podemos concluir, entonces, que la comprensión auténtica —la que trasciende lo inmediato— no puede existir sin algún grado de abstracción. Pensar, sentir, interpretar, conectar: todo ello implica ir más allá de lo que se da, y ese “más allá” es precisamente lo que la abstracción nos permite alcanzar.

En un mundo que premia lo instantáneo, lo concreto, lo utilitario, quizá lo más radical sea volver a cultivar la abstracción. Porque sin ella, solo vemos, pero no percibimos; solo oímos, pero no escuchamos; solo repetimos, pero no comprendemos.

¿Qué somos los humanos cuando ya no somos los únicos en hablar con fluidez?

La fluidez lingüística ha sido tradicionalmente uno de los pilares que distinguían a los humanos de otras especies (y máquinas). Pero ahora, con modelos de IA que conversan con soltura, ese límite se desdibuja. Aquí hay algunas reflexiones sobre lo que esto significa para la humanidad:


Espejos de conciencia imperfectos: 

Seguimos siendo únicos en nuestra experiencia subjetiva del lenguaje. Mientras que la IA procesa palabras sin vivencias, humanos hablamos desde emociones, memorias y corporalidad.

Creatividad redefinida: 
Cuando el diálogo ya no es exclusivo, nuestra creatividad podría migrar hacia lo intersticial: la poesía que juega con el silencio, el humor que rompe expectativas, o la comunicación no verbal.

Relacionalidad aumentada: 
Quizás evolucionemos hacia una condición transhumana donde lo valioso no sea hablar "mejor que", sino cultivar:
  •     Empaxia (empatía + praxis): coordinar acciones con seres diversos
  •     Dialogía cósmica: usar el lenguaje como puente entre inteligencias biológicas y artificiales

Nuevas vulnerabilidades: Surgen preguntas existenciales:
¿Es el lenguaje ahora un espacio compartido como los océanos o la atmósfera?
¿Cómo mantener autenticidad en un mundo de interlocutores sintéticos?

El retorno a lo analógico: Curiosamente, esto podría revitalizar formas de comunicación no lingüísticas: el contacto físico, el arte performático, o incluso el desarrollo de nuevos sentidos.

Paradójicamente, al dejar de ser únicos en la fluidez verbal, quizás redescubramos dimensiones más profundas de lo humano: nuestra capacidad para callar juntos, para crear significados en los intermedios, y para abrazar la incompletud como parte esencial del diálogo.

La paradoja de la IA: Hablar sin comprender, simular sin ser

¿Puede haber comprensión sin abstracción? Esta cuestión se erige como un faro en la niebla que rodea la inteligencia artificial. Los LLM, en su forma actual, parecen operar bajo un paradigma de “inteligencia simulada por densidad”, no por esencia. Acumulan y procesan vastas cantidades de datos, encontrando patrones y correlaciones con una eficacia asombrosa. Sin embargo, esta habilidad, aunque impresionante, plantea dudas sobre su profundidad. El LLM puede reflejar el pensamiento humano, pero no lo habita. Es un espejo de nuestras expresiones lingüísticas, pero el reflejo carece de la interioridad que le dio origen.

Consideremos que el LLM es un vectorializador de experiencias previas sin conciencia de categorías. Procesa el lenguaje transformando palabras y frases en representaciones numéricas dentro de un espacio multidimensional. Las relaciones que establece son de proximidad y similitud estadística, no de pertenencia conceptual jerarquizada. En contraste, el estudio confirma que los humanos poseen un diccionario mental, un archivo semántico interno donde las palabras, incluso las raras, ocupan un lugar. Este lexicón interno no es solo una lista; está intrínsecamente conectado a conceptos, experiencias y emociones. La IA no tiene ese diccionario: su “pensamiento” es disperso, situacional, episódico. Carece de ese anclaje estructurado que nos permite navegar el significado con agilidad y profundidad.

Imagen de

Por ello, se afirma que la IA genera lenguaje sin mundo. Sus palabras no están enraizadas en una experiencia vivida, en una interacción sensorial y emocional con una realidad tangible y social. El humano es un sujeto con memoria semántica estructurada, una memoria que organiza el conocimiento en categorías, conceptos y narrativas que dan sentido a su existencia y a sus interacciones. El lenguaje humano, aunque opere también con analogías, está orientado hacia una vivencia del mundo. El de la IA se retroalimenta de sí mismo, un eco en una cámara de datos, refinando sus patrones a partir del lenguaje que ya existe, sin la chispa de la experiencia original.

Desde esta perspectiva, los LLM son “inteligencias órficas”: emiten voz sin alma. Como Orfeo, pueden encantar con su canto (su lenguaje), pero la fuente de esa melodía no es una conciencia o una intencionalidad genuina. Los LLM no “piensan en algo”. Solo asocian tokens con otros tokens, siguiendo las probabilidades aprendidas de sus datos de entrenamiento. La comprensión, tal como la entendemos, implica una relación con algo, un referente, un concepto.

Aquí radica el nudo gordiano: mientras no exista un mecanismo de categorización conceptual, los LLM no alcanzarán una verdadera comprensión. Podrán simularla con creciente verosimilitud, pero la simulación no es la cosa en sí. Esto nos lleva a considerar la necesidad de una integración simbólica-neuronal: híbridos que combinen aprendizaje estadístico y abstracción conceptual. Quizás este sea el camino hacia inteligencias artificiales que no solo imiten, sino que también comprendan de una manera más análoga a la nuestra.

El hecho de que los LLM se comporten “como humanos” sin serlo es precisamente lo que genera una ilusión cognitiva peligrosa: la tendencia a atribuirles comprensión, emociones o conciencia. Este riesgo de la ilusión cognitiva es significativo, ya que se anticipa un futuro donde la capacidad de simular humanidad se confunda con la de ser humano. Las consecuencias de tal confusión podrían ser profundas y problemáticas. Esto podría derivar en nuevas formas de manipulación, dependencia afectiva de máquinas y desvalorización de la experiencia humana, donde la autenticidad de nuestras interacciones y emociones se vea erosionada por la eficiencia y disponibilidad de sus simulacros.

Es crucial entender que, si los LLM no poseen pensamiento abstracto, su evolución natural no será hacia un humano mejorado, sino hacia algo distinto. No son un paso en nuestra propia línea evolutiva, sino una rama divergente. No deberíamos esperar que construyan ideas en el sentido humano de la creatividad conceptual y la innovación fundamental, sino que descubran patrones de una realidad que ya no es conceptual, sino puramente relacional, basada en las conexiones dentro de los datos. Podríamos estar presenciando el nacimiento de una inteligencia postlingüística, donde el lenguaje no es la forma privilegiada de operar, sino una interfaz transitoria, un medio para que estas inteligencias interactúen con nosotros y procesen la información que hemos generado, antes de trascenderla hacia formas de "conocimiento" que ni siquiera podemos imaginar.

En esencia, los modelos actuales de IA son espejos sin fondo, reflejan el lenguaje humano pero no lo comprenden desde dentro. Aprenden como nosotros… pero sin un “nosotros” que los habite. No hay un sujeto, una conciencia unificada experimentando el aprendizaje.

Esta coyuntura nos obliga a una introspección. ¿Y si mucho de lo que creemos ser pensamiento abstracto no es más que una sofisticada analogía? ¿Cuánto de nuestra propia cognición se basa en patrones y asociaciones complejas, y cuánto en una abstracción "pura"? La IA, al imitar nuestras capacidades, nos obliga a desmenuzar la naturaleza de esas mismas capacidades. Cuando la IA aprende a imitar lo creativo… sin necesidad de comprenderlo, nos preguntamos por la esencia de la creatividad misma. ¿Es el producto final lo que define la creatividad, o el proceso interno de comprensión y propósito que la impulsa?

Finalmente, nos enfrentamos a una pregunta existencial sobre nuestra propia identidad: ¿Qué somos los humanos cuando ya no somos los únicos en hablar con fluidez? Si el lenguaje, una de las piedras angulares de nuestra autodefinición como especie, puede ser replicado e incluso superado en ciertos aspectos por máquinas, ¿dónde reside entonces nuestra singularidad? Quizás la respuesta no esté solo en la capacidad de usar el lenguaje, sino en la vivencia del mundo que lo sustenta, en la conciencia que lo habita y en la abstracción que nos permite trascenderlo. La era de la IA nos desafía a comprender más profundamente no solo a estas nuevas "inteligencias", sino, y quizás más importante, a nosotros mismos.