No es cierto que una mujer ame a un hombre «porque sí». El amor, esa corriente fluida y cálida que parece surgir espontáneamente del amante hacia lo amado, no es un acto ciego ni carente de motivos. Por el contrario, se sostiene y alimenta de ciertas cualidades que percibe en el otro, ya sean reales o imaginarias. Estas cualidades pueden ser tan diversas como la belleza física, la gracia en los gestos, la bondad en el carácter o la fuerza de la personalidad. Son estos atributos los que sirven de anclaje para que el amor tome forma y fluya con intensidad hacia su objeto.
Es interesante observar que, aunque el amor tiene su origen en el amante, en su capacidad de sentir y proyectar, no es un acto unilateral. El amado, con sus calidades valiosas, se convierte en un espejo donde el amante ve reflejados sus anhelos, sus ideales, incluso sus propias inseguridades. En este sentido, el amor no solo se entrega, también se nutre. Bebe continuamente de esas cualidades que encuentra en el otro: su belleza, su donaire, su bondad; o, en otro registro, su energía, su determinación, su masculinidad. Es un ciclo perpetuo de dar y recibir, de proyectar y alimentar.
Sin embargo, este proceso no está exento de paradojas. Si alguien se detuviera a analizar por qué ama, con la sinceridad suficiente para mirar más allá de las capas superficiales de idealización, podría encontrar respuestas que a veces preferiría ignorar. No porque el amor no sea noble o puro, sino porque a menudo las razones detrás de ese sentimiento pueden parecer banales, incluso indignas de la profundidad que atribuimos al amor. A veces, lo que motiva ese amor no son las cualidades más elevadas del otro, sino valores inferiores que, en el fondo, nos avergonzarían reconocer.
El amor, entonces, es un terreno ambiguo. Puede elevarnos hacia lo sublime o revelar las partes más contradictorias de nuestra naturaleza. Es un sentimiento que nos define, pero también nos enfrenta a nuestros propios ideales y limitaciones. Por eso, amar no es solo un acto de entrega; es también un ejercicio constante de reflexión, un diálogo interno que nos invita a entendernos mejor a través del vínculo con el otro.