El testigo siempre se queda corto, porque el acto de presenciar algo es, en esencia, un encuentro entre lo infinito del mundo y lo limitado de quien observa. Por mucho que los ojos intenten abarcarlo todo, siempre habrá un ángulo ciego, un detalle que se escapa, un matiz que el alma, distraída o incapaz, no logra asir.
Y cuando llega el momento de narrar lo visto, la brecha entre lo vivido y lo contado se ensancha aún más. Las palabras son herramientas frágiles: intentan tallar un recuerdo en el mármol del lenguaje, pero solo logran esbozar una sombra de la experiencia. En este sentido, todo testimonio es un ejercicio de humildad. No es un retrato fiel, sino un eco, un reflejo borroso en la superficie de un lago agitado.
Quizá la clave no esté en la exactitud, sino en la honestidad. El testigo no puede ofrecer la totalidad, pero sí puede compartir su verdad, por pequeña o incompleta que sea. Y en ese intento —en la confesión de que lo contado es apenas un fragmento de lo real— reside algo profundamente humano. Porque todos somos testigos, no solo de lo que sucede a nuestro alrededor, sino de nuestras propias vidas. ¿Quién podría relatarse a sí mismo sin quedarse corto, sin omitir las contradicciones, los silencios, las emociones que no tienen nombre?
Ser testigo es aceptar la insuficiencia. Es aprender a vivir con lo que no puede ser dicho, con lo que se pierde entre los bordes del lenguaje y la memoria. Y, sin embargo, seguimos observando, seguimos contando. Tal vez porque sabemos, en el fondo, que aunque nuestras palabras no sean perfectas, son necesarias.
En esta imperfección radica el verdadero valor del testigo: no busca abarcarlo todo, sino compartir un destello, una chispa de lo inabarcable. Y a veces, ese destello es suficiente para encender algo en quien lo escucha, para recordarnos que, aunque siempre nos quedemos cortos, seguimos intentando alcanzar la plenitud del mundo con nuestras manos imperfectas.