La fortaleza invisible

En un reino lejano, hace muchos siglos, vivía un hombre llamado Anselmo, quien era el señor más rico de la comarca. Su castillo, enclavado en una colina, dominaba los valles y ríos cercanos. Desde su balcón de piedra, podía ver sus vastas tierras cultivadas, sus caballos bien alimentados y sus siervos trabajando sin descanso. Anselmo tenía cofres llenos de oro, pero en las noches frías, sentía un vacío inexplicable.

Un día, mientras paseaba por sus dominios, se encontró con un viejo mercader que traía especias desde el otro lado del mundo. Intrigado por su historia, Anselmo invitó al viajero a cenar en su gran salón. Allí, el mercader le habló de ciudades donde los caminos eran anchos y pavimentados, donde la gente viajaba en carruajes ligeros y había faroles que iluminaban las noches. Habló de un reino donde el correo llegaba en días, no en meses, y donde los médicos podían curar fiebres con solo un polvo blanco.

Anselmo se quedó pensativo. A pesar de su riqueza, vivía en un mundo donde los caminos eran fangosos y peligrosos, donde los mensajes tardaban semanas en llegar y una simple herida podía ser mortal. Su castillo, por más imponente que fuera, estaba rodeado por un mundo precario y limitado.

"¿De qué sirve mi oro," pensó, "si no puedo comprar un camino seguro para viajar, un remedio para mis males, o siquiera una lámpara que ahuyente la oscuridad?"

Pasaron los años, y la vida en el reino siguió igual. Anselmo envejeció, y su riqueza quedó encerrada en cofres que nadie podía gastar, pues no había nada en qué hacerlo. Cuando murió, la gente apenas lo recordó, porque su riqueza no había dejado huella en el mundo que lo rodeaba.

Muchos siglos después, en la misma colina donde había estado el castillo, se levantaba ahora una ciudad moderna. Había carreteras asfaltadas, trenes que cruzaban los campos y luces que iluminaban cada rincón. En esa ciudad vivía Clara, una profesora que apenas ganaba lo suficiente para vivir. No tenía joyas ni riquezas, pero cada día usaba el tren para ir a trabajar, escribía mensajes a su familia en segundos y, cuando tenía dolor de cabeza, tomaba una aspirina que encontraba en cualquier farmacia.

Una noche, Clara se detuvo frente a una placa de piedra en el parque, donde alguna vez había estado el castillo de Anselmo. La placa decía: "Aquí vivió un hombre cuya riqueza fue inútil en un mundo pobre."

Clara pensó en su propia vida. No era rica, pero tenía más facilidades que un rey de otro tiempo. El progreso de generaciones había construido el mundo en el que vivía, un mundo que le proporcionaba seguridad, comunicación y bienestar. Y aunque no se consideraba poderosa, sabía que era rica en algo mucho más grande: el legado colectivo de quienes habían trabajado para que su vida fuera más sencilla.

Mirando las luces de la ciudad, Clara sonrió. Entendió que no importaba tanto lo que uno tuviera, sino el mundo que todos juntos construían.

Y allí, bajo las estrellas, pensó: "La verdadera riqueza no está en lo que poseemos, sino en lo que compartimos como humanidad."