El envejecimiento suele percibirse como una pérdida: de fuerza, de memoria, de reflejos, de oportunidades. Se nos enseña a verlo como un proceso de disminución, como si con cada año que pasa nos alejáramos de nuestra mejor versión. Pero, ¿y si envejecer fuera también una forma de liberación?
Desde la infancia, nos construimos una identidad basada en expectativas externas e internas: somos hijos, estudiantes, profesionales, compañeros, padres, miembros de una sociedad con reglas y roles definidos. A lo largo de la vida, nos esforzamos por consolidar esa identidad, por ser coherentes con nosotros mismos, por reafirmar quiénes somos. Sin embargo, cuando los años avanzan, esa misma identidad puede volverse una prisión. La persona que hemos sido nos exige seguir siéndolo, aunque nuestras circunstancias, intereses y capacidades hayan cambiado.
En lugar de afligirnos por la pérdida de las facultades que nos definieron en el pasado, podríamos ver el envejecimiento como una oportunidad para desprendernos de la rigidez del "yo". Reclamar el derecho a dejar de ser nosotros mismos no significa renunciar a lo vivido ni perder sentido, sino permitirnos la transformación sin culpa. Es aceptar que el cambio no solo es inevitable, sino también necesario. Es renunciar a la tiranía de la continuidad y abrirse a nuevas formas de ser.
Así como en la juventud luchamos por encontrar nuestro camino, en la madurez podríamos reivindicar el derecho a desdibujar los límites de la identidad que construimos. Quizá, en ese acto de soltar, encontremos una versión más liviana y auténtica de nosotros mismos.