Mucho más difícil que la distancia es la cercanía

La distancia, aunque duela, es clara. Es ausencia, silencio, lejanía física o emocional. Tiene bordes definidos: sabes que alguien no está. Y eso, aunque cause nostalgia, permite aprender a convivir con el eco de la falta.


Pero la cercanía… Ah, la cercanía exige mucho más:

Estar presente, pero no invadir.
Escuchar, pero no juzgar.
Compartir espacio, alma o tiempo, sin perderse en el otro ni desdibujar los propios límites.

Estar cerca de alguien implica una danza invisible de equilibrios sutiles:
no herir con lo que callas,
no ahogar con lo que dices,
no imponer tus ritmos,
pero tampoco traicionar los tuyos.

La cercanía no permite esconderse. Revela grietas, contradicciones, zonas frágiles. Requiere vulnerabilidad, autenticidad y una voluntad constante de cuidar sin poseer, de comprender sin controlar.

Porque en la distancia uno puede idealizar.
Pero en la cercanía, uno conoce.
Y conocer de verdad, conlleva aceptar.

Por eso, muchos prefieren amar a lo lejos:
desde la nostalgia, la proyección, la ilusión.
Porque la cercanía exige el coraje de mirar de frente…
y quedarse.