Vivimos en un estado de alerta constante, como si el mundo fuera un campo de batalla que nunca concede tregua. El estrés se ha vuelto la norma, no la excepción. Nuestro cuerpo, diseñado para liberar cortisol en momentos puntuales de peligro, se ve obligado a mantenerlo activo día tras día, como si el león siempre estuviera a la vuelta de la esquina. Ya no reaccionamos al peligro real, sino al correo sin leer, a las notificaciones incesantes, a las expectativas ajenas, a las comparaciones imposibles. Es como si el sistema de emergencia del cuerpo estuviera siendo usado como modo de funcionamiento habitual. Y así, gota a gota, estamos drenando nuestras reservas, no solo de cortisol, sino de equilibrio, de paz, de humanidad. ¿Qué pasa cuando incluso las hormonas del estrés se agotan? Quizá lo que venga no sea calma, sino un vacío aún más inquietante.