¿Puede existir un proyecto vital sin historia ni futuro?
Tal vez esa pregunta, que antes sonaba absurda, esté más cerca de convertirse en el paradigma dominante. En un mundo que gira a la velocidad de los algoritmos, donde los relatos se disuelven y los planes envejecen antes de nacer, la noción tradicional de proyecto vital —con pasado, presente y futuro coherentes— parece quebrarse.
Durante siglos, el ser humano organizó su vida como un relato: infancia, madurez, legado. Pero hoy esa linealidad se desintegra. Ya no vivimos como novelas; vivimos como ráfagas. Lo que ayer éramos, ya no importa. Lo que mañana seremos, es imposible de prever. Solo queda el ahora, un presente que arde y cambia sin pausa.
En este nuevo escenario, el tiempo ya no es camino, es presión. La velocidad nos arrastra, y lo importante ya no es avanzar, sino no quedar atrás. La memoria se vuelve lastre, el futuro una ilusión. Y así, el sentido ya no se construye a largo plazo, sino que se experimenta en la intensidad del instante.
El proyecto vital se transforma entonces. Deja de ser una narrativa, y se vuelve una vibración. No busca trascender ni dejar huella. Solo resonar. Solo estar vivo, aquí, ahora. Plenitud sin promesa.
Quizás esa sea la forma emergente de habitar el mundo: no como caminantes, sino como nodos. No como autores de una biografía, sino como fragmentos conscientes que activan conexiones, generan energía, y luego desaparecen.
Sin historia. Sin futuro. Con presencia.