¿Existen el 0, la nada o el nunca?
Desde una mirada filosófica, no estamos preguntando por objetos, sino por los bordes del ser. Por aquello que, sin existir del todo, nos habita.
El 0 no es simplemente ausencia. Es una forma paradójica de presencia: el símbolo que representa lo que no está. En su aparente vacío, el 0 contiene una afirmación: aquí no hay nada. No es lo mismo que el silencio: es el signo del silencio.
La nada, decía Parménides, no puede pensarse, porque no es. Pero Heidegger intuyó que la nada no se capta como cosa, sino como experiencia: se revela en la angustia, cuando todo pierde sentido. No es algo que esté “ahí”, sino una grieta por la que el ser se interroga a sí mismo.
El nunca niega el tiempo: niega la posibilidad. No es un momento, sino la exclusión de todos los momentos. Nace del lenguaje, pero también del deseo, de la pérdida, de la imposibilidad. En el nunca, el tiempo se pliega sobre sí mismo y muestra su cara más íntima: la de lo que no llegará.
Así, el 0, la nada y el nunca no son realidades tangibles, pero tampoco ficciones. Son vacíos con forma, sombras que revelan lo que somos, límites que señalan el contorno de nuestras preguntas.
Existen porque nos hacen pensar.
Y tal vez eso sea suficiente.