El conocimiento, como el poder, se redistribuye

La frase encierra una verdad dinámica: ni el conocimiento ni el poder son entidades estáticas. Ambos fluyen, se desplazan, se concentran o se disuelven según los movimientos históricos, tecnológicos y culturales. Y, aunque muchas veces se ha intentado presentar el conocimiento como un bien puro y acumulativo, su historia revela lo contrario: ha sido usado, ocultado, monopolizado y liberado, dependiendo de quién lo poseía y con qué fines.

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Desde una perspectiva filosófica, podríamos decir que el conocimiento no es un archivo universal, sino una red de relaciones. Quien controla los nodos centrales de esa red —las instituciones educativas, los medios de comunicación, las tecnologías cognitivas— tiene el poder de decidir qué se sabe, qué se olvida y qué se considera legítimo. Así, conocimiento y poder se entrelazan en una danza continua, una suerte de geometría variable donde el saber circula, pero no libremente: lo hace mediado por estructuras de poder, por intenciones y por lenguajes que delimitan su alcance.

Sin embargo, cada nueva tecnología, cada nuevo paradigma epistémico, trastoca esa geometría. La imprenta redistribuyó el saber sacándolo de los monasterios; internet lo desbordó más allá de las bibliotecas; la inteligencia artificial está haciendo lo mismo con la interpretación, con la síntesis, con la autoridad misma del pensamiento experto.

Esta redistribución no es necesariamente justa. Puede acentuar las asimetrías tanto como corregirlas. Puede liberar voces o diluirlas entre millones. Puede empoderar a comunidades marginadas o fortalecer la vigilancia cognitiva. Lo que está en juego no es solo quién sabe, sino quién decide qué vale como saber. Por eso, el conocimiento, como el poder, necesita ser constantemente vigilado, cuestionado, descentralizado.

En última instancia, la frase nos recuerda que el saber no es una posesión, sino una posición: se ocupa, se negocia, se transforma. Y que en tiempos de mutaciones profundas, como los que vivimos, aprender ya no es acumular, sino comprender dónde y cómo se está redistribuyendo el conocimiento —y qué haremos con ello.