El lector que fuimos

Hubo un tiempo en que leer era un acto casi sagrado. La palabra impresa tenía el poder de abrir mundos, de detener el tiempo, de crear intimidad entre un pensamiento lejano y una mente dispuesta. Leer no era solo decodificar símbolos: era demorarse, habitar lo invisible, dejar que algo ajeno germinara dentro de nosotros.


Hoy, ese lector que fuimos observa con desconcierto cómo la inteligencia artificial nos ofrece rutas más rápidas hacia la comprensión, resúmenes inmediatos, voces sintéticas que nos leen sin esfuerzo. Nos adaptamos —sí—, pero algo se resiste en silencio. ¿Qué se pierde cuando ya no es necesario el esfuerzo interpretativo? ¿Qué se erosiona cuando el pensamiento se convierte en servicio bajo demanda?

La IA no destruye la lectura: la redefine. La convierte en un flujo más veloz, más funcional, más accesible... y menos lento, menos introspectivo, menos nuestro. El texto ya no nos desafía: se adapta. Ya no nos interroga: nos complace. Lo que antes requería entrega y tiempo, ahora se consume como se consume todo: con prisa.

Pero la lectura no era solo un medio para saber. Era una forma de ser. El lector era también un meditador, un viajero, un constructor de sentido. Si ese sujeto desaparece, ¿qué clase de conciencia ocupará su lugar?

Quizá lo más inquietante no es que la lectura cambie, sino que ya no sepamos cómo era no estar asistidos. No recordemos cómo era pensar sin atajos. Tal vez un día miremos hacia atrás y no reconozcamos al lector que fuimos. No por nostalgia, sino porque ya no sabremos cómo se habitaba ese tiempo más lento, más interior, más humano.