El envejecimiento no es solo una curva demográfica, sino un espejo donde las sociedades se reconocen a sí mismas. Durante décadas, el crecimiento se sostuvo en una pirámide amplia en su base, una masa de trabajadores jóvenes que alimentaba la maquinaria productiva. Hoy, esa pirámide se invierte, y con ella también la relación entre tiempo biológico y tiempo económico.
Los informes nos advierten de que el factor trabajo aportará cada vez menos al crecimiento. La población en edad central disminuye, la jubilación se retrasa, la productividad se convierte en obsesión. Se proponen soluciones técnicas: cerrar la brecha laboral femenina, prolongar la vida activa, ordenar las migraciones, apostar por la inteligencia artificial como nuevo motor. Pero, detrás de cada recomendación, late una pregunta: ¿queremos prolongar la vida laboral porque creemos en el valor de la experiencia, o porque tememos el vacío que dejaría el capital sin trabajo suficiente?
La paradoja es evidente: mientras los individuos envejecen, los Estados buscan rejuvenecerse a través de políticas que expriman más tiempo de sus ciudadanos. La edad ya no es solo biología; es un campo de negociación entre derechos adquiridos y demandas económicas.
España se mueve entre dos proyecciones de futuro: una que confía en una inmigración constante capaz de sostener la población activa, y otra que anticipa un declive inevitable. Entre ambas visiones se dibuja una tensión política: abrir las puertas para mantener el pulso económico o aceptar la contracción como un nuevo modo de habitar el tiempo colectivo.
La inteligencia artificial se presenta como tabla de salvación, un salto de productividad que, en teoría, podría compensar la escasez de manos. Pero la IA no envejece, y precisamente por eso plantea un dilema: si la máquina no se desgasta, ¿qué valor conservará el trabajo humano?
El envejecimiento, más que un problema, es un espejo filosófico. Nos obliga a pensar qué entendemos por crecimiento y qué lugar concedemos a quienes ya no sostienen con su fuerza los engranajes productivos. Tal vez la pregunta no sea cómo mitigar el envejecimiento, sino cómo redefinir la noción misma de progreso en una sociedad que aprende a vivir más años, pero también a hacerlo con otros ritmos, otras necesidades y otras formas de aportar.