Con tanta información, ya no queda tiempo para leerla después. Solo disponemos del tiempo real para asimilar lo que podamos.
Vivimos en una época en la que la lectura ha dejado de ser un acto de profundidad para convertirse en un acto de supervivencia. La información ya no se busca: nos encuentra, nos inunda y nos exige una respuesta inmediata. El pensamiento se ve forzado a procesar sin detenerse, como si cada dato llegara con una fecha de caducidad invisible.
Antes leíamos para comprender; ahora leemos para no quedar fuera del flujo. El “después” ha desaparecido. Lo que no se entiende en el instante se pierde en el ruido, y lo que se retiene, se disuelve pronto entre estímulos nuevos.
La mente se adapta, pero paga un precio: la pérdida del silencio interno. Quizá el desafío contemporáneo no sea acceder al conocimiento, sino aprender a detenerlo lo suficiente para que nos transforme.