Nos dijeron que Internet nos haría libres.
Nos prometieron la democratización de la voz, la posibilidad de ser vistos, escuchados y reconocidos. Pero la libertad, en el ecosistema digital, se ha convertido en una forma sofisticada de servidumbre. Una servidumbre estética, emocional y algorítmica.
Ellen Atlanta lo resume con precisión quirúrgica: “Ser influencer suena a libertad, pero suele ser una forma de servidumbre digital”. Detrás de cada gesto espontáneo, de cada cuerpo aparentemente natural, hay una coreografía invisible dictada por las plataformas. Una estética del rendimiento donde el valor de uno mismo se mide por la intensidad del brillo con que logra llamar la atención.
El problema no es la vanidad humana, sino su explotación. Las redes no se limitan a mostrar deseos: los fabrican, los calibran y los reciclan. No quieren que te conozcas, sino que te compares. Han convertido la autoobservación en un deber cívico, y la exposición en un trabajo emocional no remunerado.
La lógica de los algoritmos ha hecho de cada individuo un pequeño publicista de sí mismo: una marca en perpetua revisión, un cuerpo convertido en escaparate, una mente colonizada por el deseo de gustar.
La perfección ya no es una meta, sino un movimiento perpetuo. Lo “mejorable” se ha vuelto infinito porque la industria de la insatisfacción necesita que nadie llegue nunca a sentirse completo. Así se sostiene el ciclo del consumo, la comparación y la dependencia: la dopamina se convierte en la nueva moneda del alma.
La paradoja es cruel. Cuanto más visibles nos hacemos, más invisibles nos volvemos para nosotros mismos.
La imagen suplanta la experiencia, el “me gusta” reemplaza la conversación, la identidad se disuelve en la estética del instante. La servidumbre digital no se impone con cadenas, sino con espejos.
El cuerpo, en este nuevo orden simbólico, ha perdido su territorio. Ya no se habita: se administra. Cada gesto, cada ángulo y cada palabra se convierten en un recurso que debe producir impacto. La intimidad, ese espacio donde antes brotaba la reflexión, se ha transformado en una zona de exposición controlada.
Frente a ello, Atlanta propone una revolución mínima pero esencial: el retorno al cuerpo vivido, no al cuerpo editado. La posibilidad de habitar el tiempo sin miedo a la lentitud. La valentía de dejar de ser producto y volver a ser proceso.
Quizá el futuro de la libertad no esté en desconectarse, sino en reaprender a mirar sin medir. En dejar de pensar en cómo nos ven, y empezar a preguntarnos qué vemos nosotros cuando no hay nadie mirando.