Vivimos despidiéndonos. De momentos, de lugares, de personas, de versiones antiguas de nosotros mismos. Cada cambio es una pequeña muerte, cada transformación arrastra un adiós silencioso. El tiempo, con su paso inexorable, va arrancando capas de lo que fuimos, y sin darnos cuenta, nos entrenamos para la pérdida.
Las despedidas cotidianas —una mudanza, una amistad que se enfría, una costumbre que se desvanece— son anticipos de lo que un día será definitivo. La muerte, entonces, no irrumpe como un hecho aislado, sino como el cierre natural de una secuencia de renuncias que la vida nos ha obligado a aceptar. Es el punto final en una larga oración de adioses.
Entender esto puede cambiar nuestra manera de vivir. Si asumimos que todo es transitorio, tal vez aprendamos a mirar con más ternura lo que tenemos. A agradecer más, a aferrarnos menos. A despedirnos con amor, incluso mientras aún estamos presentes.
Porque en el fondo, cada encuentro ya contiene su despedida.