La concepción tradicional de la salud ha estado ligada durante siglos a la ausencia de enfermedad, como si el cuerpo fuese una máquina que solo funciona bien cuando todas sus piezas están intactas. Pero esta visión ha ido transformándose. Hoy sabemos que una persona puede convivir con una dolencia crónica, una limitación física o incluso una afección mental, y aun así vivir con sentido, con alegría, con plenitud.
La verdadera salud no se define únicamente por lo que el cuerpo sufre, sino por lo que el ser humano es capaz de hacer con su vida a pesar de ese sufrimiento. Una enfermedad puede estar presente en el organismo, pero no dominar el espíritu. Cuando una persona conserva la capacidad de hacer aquello que le da sentido —crear, amar, compartir, soñar, disfrutar—, su estado puede considerarse sano en un sentido más profundo y existencial.
Este enfoque desplaza el eje desde el cuerpo hacia la experiencia subjetiva. Una persona con limitaciones físicas puede sentirse viva y realizada si mantiene la conexión con lo que le apasiona. En cambio, alguien sin diagnóstico alguno puede sentirse enfermo si ha perdido el vínculo con lo que le da propósito. Así, la salud no se mide solo por parámetros clínicos, sino también por la capacidad de seguir construyendo felicidad, incluso en medio de la adversidad.
Aceptar esta idea es liberador: ya no se trata de curarse para vivir, sino de vivir bien con lo que uno tiene. Es una invitación a cambiar la pregunta de "¿qué me falta para estar sano?" por "¿qué me permite esta vida, aquí y ahora, para ser feliz?".