"La muerte son sólo unos pocos momentos malos al final de la vida"

Al final, no hay tormentas interminables.
Ni gritos, ni luces cegadoras.
Sólo un momento... o dos... en los que el cuerpo se resiste a desaparecer y la mente empieza a disolverse.

Todo lo demás ya ha sucedido antes: los apegos, los miedos, los sueños, los arrepentimientos. La muerte no es una ruptura repentina, sino la última curva de un proceso que comenzó mucho antes, cuando aprendimos por primera vez a soltar algo. Una persona. Una idea. Una imagen de nosotros mismos.

Morir se parece a dormirse. Al principio estás despierto, inquieto, alerta. Y luego algo cambia. Aflojas el control. Te dejas ir.
No lo decides. O sí. Pero no de la manera en que decides cruzar una calle o abrir una puerta. Es más como rendirse con dulzura a una fuerza mayor que tú, que no es enemiga, ni aliada: simplemente es.

"La muerte son sólo unos pocos momentos malos al final de la vida", decía alguien que comprendía que no todo tiene que vivirse con dramatismo. Que, como los finales de las novelas que amamos, lo importante no es la última línea, sino el eco que deja en nosotros.
Y si alguna vez temes ese instante final, recuerda cómo te duermes: no luchando, sino dejando que el cuerpo se acomode, que la mente se ablande, que todo lo sólido ceda.

La muerte no es el antagonista. Es el último acto de una obra que tú has protagonizado. Un fundido en negro. Un descanso sin sobresalto.
Y quizás, solo quizás, el principio de otra forma de estar.