Durante siglos, la riqueza material fue el principal factor que dividía a las sociedades. Poseer tierras, recursos o capital era lo que determinaba el acceso al poder, a la educación y a una vida digna. Hoy, en pleno siglo XXI, esta ecuación ha cambiado sutilmente: ya no es solo el dinero el que marca la diferencia, sino el conocimiento.
Pero no hablamos de un conocimiento universal, abierto o compartido, sino de un saber estratégico, técnico y especializado que se acumula en manos de unos pocos: desarrolladores de IA, científicos de datos, expertos en redes, tecnólogos de élite… Un nuevo lenguaje que muchos no comprenden, pero que decide cada vez más sobre el mundo en que vivimos.
Esta nueva élite del conocimiento no siempre busca acumular riqueza en términos clásicos. Su poder radica en saber cómo funciona el mundo digital, cómo anticiparse a los cambios, cómo automatizar, optimizar, predecir. Y ese conocimiento se convierte en una herramienta de exclusión: quien no sabe, queda fuera. Quien no comprende, queda atrás.
El acceso desigual a este conocimiento —por razones económicas, educativas, geográficas o culturales— está generando una nueva forma de desigualdad más invisible que la anterior, pero no menos cruel. Una desigualdad que no se mide solo en ingresos, sino en capacidad de comprensión, adaptación y participación en la sociedad del algoritmo.
Mientras algunos construyen el futuro con líneas de código, otros apenas entienden las reglas del juego. Y así, la brecha crece.
Tal vez ha llegado el momento de preguntarnos: ¿cómo redistribuir no solo la riqueza, sino también el conocimiento?