Y así, la ocupación se vuelve ocupación del ser.
Pero ¿qué ocurre cuando esa máscara se agrieta?
Cuando el trabajo desaparece, cesa, o ya no nos representa.
¿Quién queda cuando ya no hay tareas que cumplir ni metas laborales que perseguir?
Sin el escudo del oficio, quedamos frente a nosotros mismos.
No como engranajes de un sistema, sino como existencia pura.
Y en ese espacio sin rol asignado, muchos sienten vértigo.
Como si el valor se hubiera evaporado con el cargo.
¿Somos menos sin uniforme, sin sueldo, sin horarios?
¿O acaso somos más, porque ya no fingimos?
Tal vez el verdadero nombre no está en el título, sino en lo que permanece
cuando no debemos demostrar nada a nadie.
Lo que amamos sin utilidad.
Lo que elegimos sin recompensa.
Lo que pensamos sin testigos.
Ser, sin hacer.
Respirar, sin producir.
Habitar el tiempo, no consumirlo.
Quizá ahí comience la libertad.
O el reencuentro.
O el inicio de un yo no moldeado por el deber, sino por el deseo.