¿Qué haremos con ese tiempo ganado si ya no hay nada que hacer, ni que facturar, en una empresa de antes, ahora?
Durante siglos, la lentitud fue sinónimo de esfuerzo, y el esfuerzo, de valor. El tiempo medía nuestra entrega. El trabajo justificaba nuestra presencia.
Pero ahora, la tecnología ha descifrado la ecuación: lo que tomaba horas, se resuelve en segundos. Lo que requería cuerpos y manos, ahora cabe en un algoritmo.
Y entonces surge la pregunta incómoda:
¿Qué hacemos con el tiempo cuando ya no hay tarea?
¿Qué sentido tiene estar si ya no se nos necesita para hacer?
Las empresas del pasado—esas que aún nos rodean disfrazadas de presente—se construyeron sobre la escasez de tiempo, de recursos, de eficiencia.
Hoy, la abundancia de soluciones deja al descubierto una nueva escasez:
la de propósito.
Hay dos rutas posibles.
Una: redefinir el valor más allá del hacer. Otorgar sentido al pensar, al imaginar, al cuidar, al crear.
Otra: fingir que nada ha cambiado y dejar que el tiempo ganado se pudra en la inutilidad.
La velocidad ya no es el problema.
El vacío, sí.