La inmigración no es solo un fenómeno social, sino un espejo que revela las carencias estructurales y las contradicciones de los países de acogida. En un contexto laboral que exige cada vez más talento y conocimientos, se espera de los inmigrantes no solo que cubran vacantes, sino que también puedan crearlas con su iniciativa, ingenio y capacidad de adaptación. Sin embargo, esta expectativa no siempre se corresponde con la realidad.
Las barreras son múltiples, siendo el idioma la primera y más evidente, pero no la única. La falta de ciertas aptitudes (como habilidades técnicas) o actitudes (como la resiliencia, la flexibilidad o el aprendizaje continuo) genera desigualdades dentro de la misma inmigración. Esto alimenta una selección implícita, en la que se prefieren ciertas nacionalidades frente a otras, según estereotipos, sesgos o experiencias previas. Y cuando la necesidad económica disminuye o el clima social se vuelve hostil, esa selección se transforma en rechazo generalizado, que no distingue entre trayectorias personales ni entre quienes buscan aportar y quienes simplemente huyen.
La era posthumanista redefine el valor del trabajo y del trabajador. El conocimiento se vuelve ubicuo, las habilidades se actualizan constantemente, y la inteligencia, tanto humana como artificial, se convierte en el recurso central. En este nuevo marco, los inmigrantes ya no pueden depender únicamente de su fuerza laboral o experiencia previa, sino que deben acreditar un tipo de valor adaptativo: talento (aptitudes y actitudes) y conocimientos (saberes y destrezas) que los alineen con los nuevos paradigmas tecnológicos, sociales y éticos.
Pero aquí surge una tensión moral: ¿es justo exigir a quienes migran por necesidad lo que apenas se exige a quienes nacen dentro del sistema? ¿Puede la sociedad posthumanista aspirar a ser más justa si excluye a quienes no logran acreditarse según sus nuevas métricas de utilidad y productividad? ¿Y no es, acaso, una forma de elitismo digital el rechazar a quienes aún no han tenido la oportunidad de integrarse a esos nuevos lenguajes, redes y competencias?
La inmigración, en este sentido, se convierte en un test ético para las sociedades avanzadas: ¿sabremos integrar la diversidad sin convertir la meritocracia tecnológica en un nuevo muro invisible? ¿Podremos generar estructuras de acogida que no solo valoren el talento, sino que lo cultiven allí donde aún no ha podido florecer? ¿O estaremos condenados a reproducir una nueva forma de exclusión bajo el disfraz de eficiencia?
En última instancia, la forma en que tratamos al inmigrante refleja la forma en que concebimos la humanidad. En la era posthumanista, donde la identidad se redefine en términos de conexión, conocimiento y colaboración, no hay espacio para una acogida basada solo en la utilidad. La verdadera transformación vendrá cuando sepamos integrar también a quienes, aún sin herramientas, traen consigo la semilla de otras formas de saber, de vivir y de resistir.