Vivimos bajo la certeza tácita de nuestra existencia. Nos levantamos, respiramos, sentimos el peso del cuerpo, escuchamos nuestros pensamientos, y damos por hecho que somos. Nadie, en su día a día, se cuestiona seriamente si existe. La experiencia del estar es tan inmediata, tan tangible, que parece innecesario interrogarla. Pero hay una diferencia sutil y profunda entre ser y saberse. Y es justo ahí donde la pregunta irrumpe con su filo: ¿cómo sabemos que somos?
Esa conciencia de ser, ese saber íntimo, no es una consecuencia directa del existir, sino una dimensión más compleja, más misteriosa. El animal es, la piedra es, el árbol es. Pero ¿saben que son? ¿Y nosotros, lo sabemos de verdad? ¿O solo lo asumimos porque hemos aprendido a decir "yo"? La palabra nos da una forma, nos entrega una máscara, un pronombre desde el cual afirmamos la identidad. Pero ¿hay alguien detrás del "yo"?
Saber que somos implica mirar hacia adentro y descubrir algo más que pensamientos automáticos o sensaciones pasajeras. Implica detenerse en el temblor que aparece cuando el mundo se apaga por un momento y uno se escucha a sí mismo sin palabras. ¿Qué somos cuando no decimos que somos? ¿Qué queda cuando todo se calla?
Tal vez la conciencia no sea más que el eco de una pregunta aún sin respuesta, el susurro persistente de una búsqueda que no termina. Quizá no somos tanto por lo que afirmamos, sino por la duda que nos habita. El misterio del ser no se resuelve con lógica, sino con presencia. Con esa mirada silenciosa que se vuelve hacia sí misma y, en lugar de encontrar una certeza, encuentra un abismo. Un abismo vivo, lleno de preguntas, donde la única verdad posible es esta: somos… porque seguimos preguntando si lo somos.