La evolución nos ha convertido en expertos transmisores de lo biológico. Desde hace milenios, la especie humana ha perfeccionado los mecanismos para preservar la información genética: codificamos, replicamos, seleccionamos, protegemos. El cuerpo —sus estructuras, sus capacidades, sus límites— es una herencia cuidadosamente asegurada. Pero cuando miramos hacia el pensamiento, la conciencia, la comprensión profunda… el vacío se impone.
No heredamos pensamientos lúcidos.
No hay una línea directa entre la lucidez de un Sócrates, la compasión de un Buda, o la creatividad de una Hipatia… y las generaciones que les siguieron.
Cada idea debe ser redescubierta. Cada verdad, reconstruida. Cada error, repetido.
¿No resulta extraño? A pesar de vivir rodeados de bibliotecas, redes de conocimiento, inteligencias artificiales y vastas plataformas educativas, el pensamiento verdaderamente sabio no se transmite como el color de los ojos o la estructura ósea. No hay garantía de que una generación sepa más que la anterior, incluso en medio del exceso de información.
¿Será porque la especie nunca priorizó la sabiduría como un bien transmisible?
¿Será que confundimos conocimiento con acumulación y sabiduría con ornamento?
¿Será que nos interesa más la permanencia de la especie en su forma física que en su conciencia profunda?
Nos reproducimos, pero no nos iluminamos.
Aseguramos la descendencia, pero no el discernimiento.
Apostamos por la carne, pero no por el juicio.
Y así, generación tras generación, la humanidad avanza tecnológicamente… mientras filosóficamente se repite.
Quizás haya llegado el momento de preguntarnos si no deberíamos rediseñar lo que significa “heredar”. Que no solo se transmitan cuerpos, sino también miradas que comprendan el mundo. No solo habilidades técnicas, sino intuiciones éticas. No solo algoritmos, sino preguntas.
Porque si solo transmitimos biología, condenamos a la humanidad a existir… pero no a evolucionar en lo esencial.