Vivimos en una época donde la información abunda, pero la formación escasea. Donde los datos fluyen a una velocidad vertiginosa, pero la sabiduría parece ir siempre por detrás. En este contexto, el rol del educador exige algo más que conocimientos acumulados: requiere conciencia sobre qué significa formar a otro ser humano.
Formar no es lo mismo que informar. Informar es transmitir datos, hechos, teorías. Es hablar desde lo que se sabe. Formar, en cambio, implica acompañar procesos, despertar inquietudes, modelar actitudes, facilitar experiencias de comprensión y transformación. No es solo decir qué pensar, sino abrir caminos para aprender a pensar.
Un educador que no se forme en la formación —es decir, que no reflexione sobre el acto de educar en sí mismo— corre el riesgo de convertirse en un mero repetidor de contenidos. Su enseñanza puede ser técnicamente correcta, pero carecerá de alma, de empatía, de humanidad. No tocará al otro. No encenderá fuegos, como diría Freire, sino que entregará fósforos húmedos.
La formación del formador es un compromiso constante con la evolución pedagógica, con la comprensión del contexto sociocultural, con la ética del acompañamiento, con la sensibilidad hacia las diferencias y con la capacidad de desaprender para volver a aprender. No basta con dominar una materia: hay que dominar también el arte de compartirla, de traducirla, de hacerla significativa para quien la recibe.
En una era donde la inteligencia artificial puede informar mejor que nosotros, el educador humano solo seguirá siendo relevante si logra formar: si cultiva vínculos, despierta vocaciones, escucha activamente y guía procesos reales de crecimiento personal e intelectual.
Por eso, esta frase no es solo un juego de palabras. Es un recordatorio urgente:
"Un educador que no se forme en la formación no forma, sólo informa."
Y hoy, más que nunca, necesitamos formadores… no repetidores de información.