“El arte de envejecer” de Cicerón

En una época donde la juventud es exaltada como el ideal supremo y el envejecimiento se percibe como una derrota, las palabras de Cicerón resuenan con una lucidez que no ha perdido fuerza a lo largo de los siglos. Envejecer no es declinar, sino transformarse. Es una idea simple, pero radical. La vejez no es una fase de pérdida, sino de culminación. No una enfermedad, sino una forma de maduración.

Cicerón nos invita a contemplar la vejez como el otoño de la vida: sereno, reflexivo y fértil en frutos interiores. Frente a la cultura de la hiperactividad y del culto al cuerpo, él propone otro modelo: el del alma que ha aprendido a prescindir de los placeres inmediatos para disfrutar los bienes duraderos de la razón, la virtud, la contemplación y el aprendizaje continuo. La vejez bien vivida es un elogio de la templanza, una etapa donde la serenidad reemplaza a la agitación, y donde la lucidez gana al vértigo.

Esta sabiduría clásica resulta hoy más urgente que nunca. Vivimos atrapados entre dos espejismos: el miedo a envejecer y la obsesión por prolongar la vida sin sentido. Se busca evitar las arrugas pero no se cultiva el juicio. Se estira la piel, pero no se ensancha el espíritu. Cicerón nos recuerda que la única manera de envejecer con dignidad es haber vivido con coherencia. La vejez no transforma al necio en sabio, ni al egoísta en generoso. Lo que no se sembró en la juventud no florece al final.


Pero no es un texto resignado. Al contrario: es una defensa de la vida activa hasta el último día. Estudiar, enseñar, cuidar un huerto, conversar con los jóvenes, examinar la conciencia cada noche… La vejez no es para sentarse a esperar, sino para seguir construyendo, esta vez sin la prisa de la juventud, con otra clase de intensidad: la que da el sentido.

La muerte, lejos de ser el gran tabú, es el punto natural hacia el que todo se encamina. Pero si el final es sereno, es porque lo anterior fue justo. Cicerón no teme a la muerte porque ha entendido la vida como una tarea moral: cada día vivido con virtud es una victoria contra el olvido. En esa ética sin dramatismos, hay un legado que trasciende.

Tal vez por eso Montaigne dijo que Cicerón le dio ganas de envejecer. Y quizás esa sea la prueba más alta de la belleza de este pensamiento: cuando un texto consigue que deseemos con entusiasmo aquello que el mundo nos ha enseñado a temer, estamos ante una verdadera revolución interior.

¿Y si nuestra civilización aprendiera de nuevo el arte de envejecer? No solo viviríamos más, sino mejor. La sabiduría no está en alargar la vida, sino en aprender a habitarla.