El precio de no estar preparados

Mark Zuckerberg ha lanzado una crítica frontal al sistema universitario: no prepara para el mundo real. Lo dice quien abandonó Harvard y fundó una de las mayores empresas tecnológicas del planeta. Pero no lo hace desde el desprecio, sino desde la observación: valora la universidad como espacio para forjar relaciones, no como herramienta eficaz para acceder a los empleos del presente.

El problema, advierte, es doble: la formación no se adapta al mercado y deja a millones endeudados de por vida. Una combinación explosiva. ¿Cómo justificar un sistema que no garantiza salida laboral y a la vez impone una carga financiera brutal?

Más allá del caso estadounidense, su reflexión toca un nervio universal: ¿qué estamos enseñando, para qué mundo, y a qué coste?

Mientras tanto, oficios técnicos resucitan, startups contratan por competencias y no por diplomas, y los jóvenes buscan caminos alternativos. La educación ya no es un puente asegurado, sino una bifurcación incierta.

En paralelo, profesiones técnicas como electricistas, mecánicos o fontaneros, antaño relegadas a un segundo plano, vuelven a ganar protagonismo. No por nostalgia, sino por lógica: requieren menos años de formación, menor endeudamiento y ofrecen empleabilidad inmediata. El pragmatismo de las nuevas generaciones está marcando una ruptura silenciosa con la narrativa del éxito universitario. Quizá estemos presenciando el inicio de una nueva dignificación del trabajo manual y de la habilidad aplicada.

Tal vez sea momento de reconocer que el prestigio de las universidades no reside en sus paredes, sino en su capacidad de transformarse. Y de preparar para lo que viene, no para lo que fue.