No todo lo sublime acaricia. A veces, la belleza abruma. El síndrome de Stendhal —nombrado así por el escritor francés que quedó emocionalmente desbordado tras contemplar el arte florentino— es un trastorno psicosomático que desafía nuestras nociones sobre la sensibilidad humana: no se trata de una enfermedad, sino de una revelación insoportable.
Quienes lo padecen no solo observan una obra de arte; la
habitan, se disuelven en ella. Su cuerpo reacciona como si hubiese cruzado un
umbral: taquicardia, vértigo, sudor frío, desorientación, incluso
alucinaciones. La experiencia estética se vuelve exceso. Belleza que en lugar
de elevar, derrumba.
Las víctimas del síndrome suelen ser turistas —sensibles,
agotados, expuestos— que se enfrentan de golpe a siglos de genialidad
concentrados en una pintura, una cúpula o una escultura. La mirada no alcanza a
contener tanto, y el alma, desbordada, cae en una crisis.
Pero ¿qué nos dice esto sobre nosotros? Tal vez que seguimos
siendo profundamente vulnerables a lo que no podemos controlar: el arte, lo
sublime, lo eterno. En una era de pantallas planas y emociones dosificadas, el
síndrome de Stendhal nos recuerda que hay imágenes capaces de atravesarnos más
allá de toda defensa racional.
Es un colapso, sí, pero también una forma extrema de
conexión. Una herida abierta por la belleza.