Hay una pregunta que rara vez nos atrevemos a hacer en serio: ¿y si no fuéramos quienes creemos ser? No por una crisis de identidad, sino porque lo que creemos ser –ese yo lleno de nombres, recuerdos, traumas y objetivos– no es más que un reflejo, una imagen, una construcción inestable sostenida por el miedo y el deseo.
Vivimos bajo el hechizo del yo-idea: nos miramos desde
fuera, como si fuéramos una biografía a defender o a perfeccionar. Pasamos la
vida afinando el personaje, queriendo que encaje con un yo-ideal que, si lo
miramos con sinceridad, está hecho de trozos prestados: lo que otros esperaban
de nosotros, lo que el mundo aplaude, lo que nos dijeron que valía la pena.
¿Pero qué pasa cuando dejamos de narrarnos? Cuando por un
instante se suspende el impulso de definirnos, de justificarnos, de
posicionarnos. Lo que queda es extraño, pero luminoso. No hay nada que
proteger. Solo un espacio abierto, una claridad que no necesita explicación. En
ese instante, somos.
La mayoría de nuestras angustias nacen de haber olvidado
esta posibilidad. Pensamos que tenemos que construirnos desde cero, ser
alguien, lograr algo. Pero ¿y si la plenitud no estuviera al final de ningún
camino, sino justo antes de dar el primer paso? ¿Y si todo intento de
encontrarnos fuera, en realidad, otra forma de alejarnos?
La identidad que buscamos ya está aquí, pero no como forma,
sino como fondo. No como algo que se ve desde fuera, sino como aquello que
observa todo lo que aparece y desaparece. No como relato, sino como presencia.
Este darse cuenta no es teórico ni se alcanza con esfuerzo.
Ocurre cuando nos cansamos de fingir, cuando el guion de siempre pierde fuerza,
cuando incluso el yo espiritual –ese que quiere ser puro, sabio o consciente–
se reconoce como otro papel más.
Entonces, sin avisar, algo en nosotros deja de luchar por ser y empieza simplemente a ser. Ya no hay que brillar, destacar o convencer. Lo que somos se expresa por sí mismo en cada gesto auténtico, en cada palabra no reactiva, en cada silencio que no necesita ser llenado.
Este modo de estar en el mundo no busca validación. Es
discreto, pero poderoso. Puede pasar desapercibido en una sociedad enamorada de
los extremos. Pero transforma. Porque quien vive desde el fondo, irradia. Y esa
irradiación no necesita argumento.
Nos pasamos la vida esperando un reconocimiento que, en el
fondo, solo podemos darnos cuando soltamos la pretensión de ser especiales.
Cuando comprendemos que la verdadera singularidad no se fabrica, se descubre.
No está en lo que tenemos, sabemos o aparentamos, sino en la vibración única
con la que expresamos lo eterno.
Vivir sin etiquetas no significa no tener forma, sino no
reducirnos a ninguna. Ser sin forma no es disolverse, sino habitar plenamente
cada instante desde lo que en nosotros no cambia: la conciencia que ve, ama y
comprende, sin necesidad de apropiarse de nada.
Quizá el arte de ser no consista en construir un yo más
pulido, sino en quedarnos sin yo, sin historia, sin nombre. No como una
renuncia, sino como una liberación.
En esa nada clara y abierta, todo lo que buscamos se
encuentra ya. No hay camino. Solo presencia. Y en ella, somos.