Una mujer camina por la calle y su paso genera una lectura: velocidad, frecuencia, posible estado de ánimo, predicción de destino. Un niño ríe y un sensor captura la vibración, la cruza con patrones anteriores, la archiva bajo “alegría espontánea menor de 12 años”. Un anciano mira una ventana durante ocho segundos; el sistema lo anota como “actividad pasiva con potencial depresivo”.
Nada se escapa. Cada gesto deja una huella digital que no es reflejo, sino sustituto. No interesa lo que siente, sino lo que puede medirse. No interesa lo que piensa, sino lo que anticipa el algoritmo.
Y entonces surge la pregunta:
¿Quién define lo humano cuando lo humano se convierte en dato?
Antes, lo humano era misterio, error, contradicción. Era el que callaba, el que dudaba, el que soñaba sin dejar rastro. Hoy, lo humano es una colección de coordenadas, emociones etiquetadas, decisiones clasificadas por probabilidad. Nos leen más de lo que nos escuchan. Nos interpretan más de lo que nos comprenden.
La definición ya no nos pertenece. Se ha desplazado. Ahora está en manos invisibles que convierten la vida en estadística y el deseo en tendencia.
Pero lo más inquietante no es que nos analicen. Es que aceptemos esa definición como suficiente. Que olvidemos que hay una parte de nosotros que no cabe en ningún sistema. Que no produce datos. Que simplemente es.
Y si esa parte desaparece, ¿queda algo que aún podamos llamar humano?