El precio invisible de la delegación total

En la era de la inteligencia artificial, el acto de delegar se ha vuelto tentadoramente fácil. ¿Por qué redactar, leer, memorizar, decidir o incluso reflexionar, si una máquina puede hacerlo más rápido, con menos errores y sin fatiga? Esta lógica utilitaria, aparentemente irrefutable, encierra sin embargo una trampa filosófica profunda: cuanto más delegamos en la IA lo que podemos hacer, más nos deshabituamos de hacerlo.

Un estudio del MIT lo confirma de forma inquietante: usar IA para tareas cognitivas reduce drásticamente la actividad cerebral, hasta en un 55 % respecto a quienes trabajan sin ella. En lugar de aprender con la IA, muchas veces aprendemos a no aprender, nos volvemos consumidores de soluciones, no constructores de caminos. El conocimiento, que antes requería esfuerzo, experimentación y memoria, ahora llega resumido, simplificado y servido en bandeja, pero sin dejar huella duradera en nuestra conciencia.

Delegar en la IA no solo implica confiarle tareas, sino también cederle funciones cognitivas. Y cada función cedida es una función atrofiada. La comprensión profunda, la memoria, la creatividad, la voluntad de sostener una duda o explorar una idea ambigua, son capacidades que se debilitan si no se ejercitan. En este sentido, el acto de delegar no es neutral: nos modela, nos transforma, nos disminuye o nos amplía según cómo y cuándo lo hagamos.

En el campo de la lectura, por ejemplo, los modelos de lenguaje han alterado radicalmente el modo de aproximarnos al texto. La lectura tradicional —silenciosa, lineal, íntima— está siendo reemplazada por fragmentos asistidos, por resúmenes inmediatos, por reescrituras accesibles. Pero al hacer que leer sea más fácil, también lo vaciamos de sentido. Se debilita la experiencia de tensión cognitiva que exige sostener una idea, seguir un hilo complejo, entrar en el ritmo propio de un autor. La IA no solo nos ayuda a leer: nos relee, nos resume, nos edita. Pero al hacerlo, ¿estamos aún leyendo nosotros?

La cuestión no es si la IA puede ayudarnos —claro que puede—, sino qué parte de nuestra humanidad cognitiva estamos dispuestos a poner en pausa. Si pensar, escribir, decidir o recordar dejan de ser actos humanos, ¿qué queda de nuestra singularidad como especie pensante?

Delegar todo en la IA no nos libera: nos exime. Y en esa exención, corremos el riesgo de renunciar sin darnos cuenta a aquello que nos hace crecer: el esfuerzo, la contradicción, el error, la espera. Las máquinas piensan por nosotros, pero no para nosotros. No hay atajo sin coste cuando lo que está en juego no es la tarea, sino el sujeto que la realiza.

Por eso, frente al canto de sirena de la eficiencia, necesitamos recordar que no todo lo que podemos delegar, debemos hacerlo. La frontera no está en lo que la IA es capaz de hacer, sino en lo que nosotros estamos dispuestos a dejar de ser. Esa es la verdadera elección filosófica de nuestra época.