Hay una línea delgada —a veces invisible— entre capturar un instante y sustituirlo.
La selfie no es solo una imagen: es una pregunta sin formular. ¿Estoy aquí para vivirlo… o para probar que estuve?
Vivimos en un tiempo donde la experiencia no parece completa hasta que se comparte. Como si vivir para uno mismo fuera ya una forma de egoísmo. Todo gesto, todo rincón, todo atardecer parece exigir su traducción en píxeles y aprobación. Pero, ¿qué sucede cuando la cámara se convierte en el único testigo que nos importa?
El rostro frente al móvil no siempre busca recordar, a veces solo intenta existir para los demás. Una existencia condicionada al reflejo, al aplauso digital, al “me gusta” que vale más que la brisa real, que el sabor de estar presente sin encuadre.
Tal vez no se trate de prohibir la selfie, sino de preguntarse cuántas veces ha sustituido al momento. Cuántas veces el abrazo se ha congelado para la foto, perdiendo el calor por lograr el ángulo. Cuántas veces hemos vivido no para sentir, sino para ser vistos sintiendo.
Vivir después... o vivir para los demás.
Tal vez la clave esté en volver a mirar sin buscar foco, en habitar el instante sin pensarlo como contenido.
Porque lo verdaderamente vivido no siempre necesita prueba, y lo auténtico suele suceder lejos del obturador.