Durante décadas, el crecimiento económico estuvo acompañado de una relativa redistribución entre el capital y el trabajo. Sin embargo, en las últimas décadas, este equilibrio se ha roto. Los datos actuales muestran una tendencia clara: mientras los rendimientos del capital —propiedades, activos financieros, rentas inmobiliarias— se han multiplicado, los ingresos derivados del trabajo han retrocedido o se han estancado, incluso en sectores donde la dureza física o la cualificación deberían implicar un salario digno.
El testimonio de un albañil que afirma haber pasado de ganar 3.000 euros a 1.200 por el mismo esfuerzo físico no es solo una anécdota: es un símbolo. Simboliza cómo se ha depreciado el valor social del trabajo manual, a pesar de ser esencial. Mientras tanto, quienes poseen inmuebles, fondos o capacidad de inversión han visto aumentar sus ingresos pasivos. El capital no trabaja, pero acumula.
Esta divergencia tiene consecuencias profundas. Una de ellas es la reconversión masiva de locales comerciales y oficinas en viviendas, no para resolver el problema habitacional, sino para extraer nueva rentabilidad de espacios inutilizados. La vivienda, necesidad básica, se ha convertido en un activo financiero que multiplica beneficios para unos pocos, incluso a costa de expulsar a los residentes locales o reducir los estándares de habitabilidad.
El turismo, por su parte, ha exacerbado esta fractura. España sueña con batir récords de visitantes, mientras miles de ciudadanos no pueden permitirse ni una semana de descanso. La masificación turística transforma las ciudades en parques temáticos para rentistas, dejando fuera del juego a sus habitantes. La “pobreza vacacional” se convierte en otra expresión de una pobreza más amplia: la del tiempo, del acceso, del derecho a desconectar.
Estas transformaciones revelan una fractura social creciente: una élite que vive del capital frente a una mayoría que sobrevive del trabajo precarizado. Cuando el capital se impone al trabajo no solo económicamente, sino simbólicamente —es decir, cuando se valora más lo que se posee que lo que se hace—, se produce una erosión del contrato social. La meritocracia se convierte en una ficción cruel y el malestar se convierte en norma.
Revertir esta tendencia no es solo una cuestión económica, sino ética y política. Significa redefinir qué entendemos por valor, por progreso, por justicia. Significa volver a situar al trabajo —a quien crea, cuida, construye o transforma— en el centro de un modelo que hoy gira cada vez más en torno a la extracción, no a la contribución.