La historia nos ha enseñado que toda estructura basada en la desigualdad necesita, para sostenerse, una base amplia de extracción: trabajo barato, obediencia cultural, legitimidad simbólica, consumo constante. Pero ¿qué ocurre cuando esa base comienza a quebrarse?
Durante décadas, las clases altas han mantenido su estatus gracias a la acumulación y al control. Control del capital, del relato, del acceso al conocimiento. Pero si la desigualdad sigue creciendo sin freno, llegará un punto en el que las clases bajas ya no podrán sostener siquiera su propia subsistencia. Entonces, el poder extractivo comenzará a vaciarse. La élite podrá seguir acumulando, sí, pero no podrá seguir extrayendo.
Porque no se puede extraer trabajo de quien ya no tiene salud.
Ni datos de quien ha quedado fuera del sistema digital.
Ni obediencia de quien ya no cree en nada.
Ni legitimidad de quien ya no escucha.
Ante este escenario, solo quedan dos caminos: adaptación o colapso.
La adaptación implica una redistribución real, no solo de recursos, sino de acceso, de voz, de tiempo. Significa entender que sin aprendizaje accesible, sin protección social efectiva, sin participación digna, no hay sistema que se sostenga ni élite que perdure. Significa, en última instancia, renunciar al mito de que se puede vivir en la cima cuando el suelo se está resquebrajando.
El colapso, en cambio, no vendrá con grandes fuegos ni revoluciones espectaculares. Será más sutil, más lento, más cruel: una sociedad que pierde funcionalidad, que se vuelve ingobernable no por rebeldía, sino por agotamiento. Donde las máquinas funcionan, pero las personas ya no.
La tecnología no salvará a nadie si no hay humanidad que la sostenga.
Si la élite no comprende que su supervivencia también depende de la cohesión social, terminará enfrentando su propio aislamiento. No como castigo externo, sino como consecuencia inevitable de haber drenado al sistema hasta dejarlo sin pulso.
Cuando el sistema ya no puede extraer, no colapsa por ataque...
colapsa por inanición.