El precio del pan

Primero subió la leche. Luego el pan. Después, el arroz, el aceite y la carne. Cada semana, los números en el ticket del supermercado parecían un acertijo imposible. Las mismas bolsas, los mismos productos básicos... pero una cifra que subía como el termómetro en pleno incendio.

Julia, madre de dos hijos y con un trabajo parcial en una tienda de ropa, lo notó primero en el silencio. En la forma en que sus hijos callaban cuando abría la nevera. Ya no preguntaban si había yogures. Sabían que no los habría. No este mes. Quizá el siguiente. Quizá nunca más.

Los telediarios hablaban de inflación, de márgenes de beneficio, de crisis energética. Pero en su casa, la palabra era otra: hambre. Hambre de carne, hambre de fruta fresca, hambre de ocio, hambre de respiro. Cada euro debía estirarse como si fuera chicle. Cada decisión era una renuncia. El dentista podía esperar. El calzado nuevo, también. Incluso la calefacción. Pero la comida no. Y aun así, empezaron a aparecer latas de atún, pasta sin salsa, pan duro reciclado en tostadas.

Los grandes ejecutivos, celebrando beneficios récord, hablaban de “ajustes de mercado”, de “retornos a los inversores”. En sus juntas directivas, los aumentos de precios eran estrategias, no condenas. Pero en los barrios de renta baja, esos mismos aumentos eran sentencias: a comer menos, a endeudarse más, a elegir entre pagar la luz o llenar la mochila escolar.

Los bancos centrales subían los tipos de interés. Era la medicina amarga para una inflación desatada —decían—. Pero esa medicina se traducía en cuotas de hipoteca que asfixiaban, en alquileres que devoraban más del 60% del sueldo. Las familias más humildes, como la de Julia, vivían atrapadas en una pinza: los precios subían, los créditos se encarecían, y los sueldos se quedaban congelados como si la inflación no tuviera permiso para tocarlos.

Y ese salario congelado no solo significaba menos comida en la mesa. Significaba también un futuro cada vez más estrecho, cada vez más amenazado. Porque sin ahorro, sin respiro, sin recursos, tampoco hay posibilidad de reinventarse. Julia soñaba con hacer un curso online de diseño gráfico, aprender algo nuevo, escapar del empleo precario. Pero los 200 euros de matrícula eran tan inaccesibles como un viaje a Marte. Aprender se convirtió en un lujo. Un privilegio para quienes aún podían permitirse no pensar solo en sobrevivir.

Y mientras ella seguía planchando camisas a mano, un algoritmo aprendía más rápido que ella, una IA sustituía su puesto en la caja, y un joven recién formado en India ofrecía el mismo trabajo por la mitad de su sueldo. No se trataba solo de no poder avanzar. Se trataba de no poder mantenerse en pie.

La desigualdad dejó de ser una estadística para convertirse en una rutina. Los ricos seguían yendo al restaurante, viajando, invirtiendo. Los pobres, recortaban todo lo recortable. Lo que antes era una vida ajustada, ahora era supervivencia. Sin vacaciones, sin médicos privados, sin descanso. Y sin futuro.

Y, sin embargo, no hubo protestas masivas. ¿Por qué? Porque el estómago vacío no se rebela, se dobla. Porque cuando la prioridad es cenar, no se escribe un cartel, no se marcha en la plaza. Se aguanta. Se sufre en silencio. Se normaliza la injusticia.

Hasta que un día —tal vez— alguien rompa ese silencio. Porque no se puede vivir eternamente bajo un sistema que castiga a los débiles para premiar a los fuertes. Porque no se puede llamar "libre mercado" a un modelo que encarece lo básico mientras celebra en bolsa su rentabilidad.

Y porque, en algún rincón, Julia y millones como ella están dejando de tener miedo. Ya no temen perder lo que apenas tienen. Y eso —eso sí— debería asustar a quienes aún creen que la inflación solo se mide con gráficos.