Vivimos inmersos en una era de exposición incesante, donde la opinión ha dejado de ser un acto reflexivo para convertirse en una exigencia de visibilidad. No basta con tener una opinión: hay que emitirla, repetirla, defenderla, monetizarla. Y lo que es más sintomático aún, muchos de quienes opinan asumen que su juicio es indispensable para que los demás no se extravíen.
Este fenómeno no es nuevo, pero sí se ha agudizado con la arquitectura digital de nuestros tiempos. Las redes, los platós y los micrófonos se han poblado de opinadores que hablan no desde la duda, sino desde la certidumbre. Como si pensar fuera simplemente rellenar huecos con respuestas rápidas. Como si callar fuese una forma de rendición.
Lo filosófico comienza allí donde la opinión se detiene. Preguntarse por el sentido, por la validez, por los límites de una afirmación. Pero eso requiere tiempo, silencio, escucha. Y en una sociedad donde opinar rápido equivale a existir, quien se detiene a pensar parece llegar tarde.
Hay, además, una arrogancia implícita en la idea de que si no se escucha cierta voz, el mundo se equivoca. Como si el otro, sin ese consejo, sin esa advertencia, sin esa denuncia, estuviera condenado al error. Esta lógica paternalista disfraza de altruismo una necesidad más profunda: ser necesario.
La pluralidad de ideas es valiosa; la inflación de certezas, peligrosa. Cuando todas las voces gritan, se pierde la resonancia del pensamiento. Y cuando la duda se marginaliza, lo que se impone no es la verdad, sino el ruido.
Quizás lo más sabio hoy no sea opinar más, sino aprender a callar cuando no es necesario hablar. Aceptar que el mundo no necesita constantemente nuestra interpretación, sino que a veces basta con comprender en silencio. No por omisión, sino por respeto. Porque pensar no siempre exige hablar, y hablar no siempre implica pensar.