Solo quien no teme hundirse, aprende a flotar de verdad.

Vivimos en un mundo que mide el valor por los logros visibles. Pero los verdaderos momentos de transformación rara vez se anuncian con aplausos. El fracaso, cuando no se convierte en vergüenza ni en parálisis, es una forma sigilosa de éxito. Nos quita lo superfluo, nos entrena en lo esencial, nos vuelve más agudos. El éxito, en cambio, cuando se vuelve meta y no proceso, puede convertirse en un fracaso decorado: adictivo, vacío, temeroso de sí mismo.

Hay fracasos que nos revelan talentos ocultos, relaciones verdaderas, límites necesarios. Y hay éxitos que nos encierran, que nos roban el tiempo, que nos alejan de lo que realmente importa. A veces triunfamos en lo que no deseábamos y fracasamos en lo que nos humaniza. ¿Qué sentido tiene entonces una vida llena de éxitos si ha fracasado en descubrir quién eres?

El éxito de un fracaso es que nos rompe el molde. Nos obliga a dejar de fingir. El fracaso de un éxito es que muchas veces nos obliga a seguir fingiendo.

Tal vez deberíamos aprender a fracasar mejor. Y a desconfiar de los éxitos que nos alejan de lo que alguna vez fuimos antes de querer ser alguien.