La respuesta evidente es que entretienen.
La respuesta verdadera es que adormecen, moldean y distraen.
Bajo su apariencia inocente, cumplen funciones profundas en el mantenimiento del orden simbólico:
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Distraen de lo esencial, llenando el tiempo y la mente con conflictos triviales mientras los verdaderos dramas quedan fuera de plano.
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Canalizan la emoción colectiva hacia escenarios inofensivos: la rivalidad futbolística, la competición sin consecuencias, la indignación decorativa.
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Simulan debate y participación, aunque todo está pactado: los formatos, los temas, incluso los límites del pensamiento.
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Reafirman la lógica del sistema, premiando al obediente, idealizando al exitoso, culpabilizando al perdedor.
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Evitan el silencio, ese espacio donde podría emerger la conciencia, la duda, el cuestionamiento interior.
Actúan como opiáceos sociales:
No curan el malestar, lo enmascaran.
No transforman la realidad, la diluyen en espectáculo.
No invitan a despertar, sino a consumir más dosis de evasión programada.
Como los viejos opioides, generan dependencia:
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Rutinas emocionales que sustituyen vínculos reales.
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Estados de conciencia que deforman la percepción del mundo.
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Una falsa sensación de alivio que impide actuar.
La anestesia colectiva no se impone: se ofrece como entretenimiento.
Y lo aceptamos, porque es más fácil reír que pensar, opinar que comprender, mirar que ver.