En prensa, radio, televisión y redes sociales, todo el mundo opina. Se opina de todo, a todas horas, en todos los formatos. Se nos ha hecho creer que opinar es ejercer libertad. Que expresar una postura —aunque sea sin contexto ni reflexión— es un acto democrático. Pero hay un matiz inquietante: no opinamos tanto para entender el mundo como para alinearnos con un relato.
La paradoja es reveladora: en nombre de la “opinión pública” se despliega un ejército de voces cuya verdadera función no es expresar lo que la gente piensa, sino decirle qué debe pensar.
Cada tertuliano, cada influencer, cada columna de prensa, ocupa un espacio estratégico: no informan, forman. No discuten, condicionan. No abren el pensamiento, lo cercan. Bajo la apariencia de pluralidad, se coreografían disensos cuidadosamente delimitados, divergencias controladas, falsos antagonismos que impiden ver los puntos ciegos del sistema.
La maquinaria mediática ha aprendido a explotar con precisión quirúrgica el sesgo de confirmación: ese mecanismo mental por el cual preferimos lo que refuerza nuestras creencias previas. Así, no se trata de convencer, sino de reafirmar. No de argumentar, sino de reforzar trincheras emocionales. Se nos dan razones para seguir pensando lo mismo… incluso cuando el mundo cambia.
Y como si no bastara con el sesgo, entran en escena las técnicas de neuromarketing: el ritmo del discurso, la música emocional de los anuncios, los colores de las imágenes, los tiempos de exposición. Todo está calibrado para activar impulsos, modular emociones, sellar adhesiones rápidas sin pasar por el filtro de la razón. Ya no se persuade: se programa.
La opinión pública no nace del pueblo: se produce. Se construye. Se introduce por goteo. No es un fenómeno espontáneo, sino una arquitectura dirigida, mantenida y corregida según las necesidades de los poderes que manejan los focos.
Y todo aquel que pretenda salirse del guion será etiquetado: radical, conspiranoico, inocente, peligroso, irrelevante.
No es la verdad lo que triunfa, sino lo que mejor se disfraza de ella.
El problema no es que nos manipulen: es que hemos aprendido a llamarlo “información”.