La maquinaria del cuerpo roto

El cuerpo ya no responde.
O lo hace de forma confusa, traicionera.
Un síntoma aparece, se trata. Otro lo reemplaza.
La enfermedad ya no es un enemigo concreto,
sino una red enmarañada de fallos, consecuencias y efectos secundarios.

Los médicos insisten en ajustar las dosis,
como si el cuerpo fuera una ecuación todavía resoluble.
Pero ya no se trata de curar.
Se trata de sostener, de aguantar,
de mantener la máquina en marcha
aunque la estructura esté colapsando por dentro.

Él ya no sabe cuántas pastillas toma al día.
Tampoco recuerda qué dolencia comenzó primero.
Las etiquetas médicas se superponen como capas de pintura vieja:
enfisema, epoc, diabetes, hipertensión, glaucoma, hiperplasia prostática, hiperglucemia, taquicardia, insuficiencia renal, artrosis...
Y a cada una, su fármaco.
Y a cada fármaco, sus daños colaterales.

A veces se pregunta si no sería mejor detenerlo todo.
Aceptar que el cuerpo tiene un límite
y que tratar de evitar la muerte no es lo mismo que vivir.
Pero no lo dice. No lo permite su entorno,
ni el sistema, ni su médico de cabecera.
Hay una inercia que nadie se atreve a desafiar.

La medicina moderna ha extendido la vida,
pero no siempre la ha ampliado.
Ha creado una zona intermedia:
ni salud ni muerte,
solo existencia farmacológica.

Y él, en ese umbral, comienza a pensar distinto:
¿Qué sentido tiene prolongar lo irreversible?
¿Quién decide qué vale la pena seguir manteniendo vivo?
¿Hasta qué punto es lícito medicar el deterioro
como si aún existiera un horizonte de recuperación?

Lo que duele no es solo el cuerpo.
Es el pensamiento lúcido en medio de una decadencia inevitable.
La conciencia atrapada en un cuerpo que ya no le sirve,
pero que el sistema insiste en mantener operativo.