La guerra nunca ha sido solo una cuestión de armas, tropas y estrategias. Es, ante todo, una disputa por el relato. Quien controla la narración de la guerra controla también su legitimidad, su moral y, en último término, su memoria. En ese territorio simbólico se mueven los especialistas en comunicación de masas de la Armada de los Estados Unidos: figuras menos visibles que los soldados armados, pero no menos decisivas en el campo de batalla.
Su labor consiste en seleccionar qué merece ser mostrado y qué debe permanecer oculto. Allí donde la cámara se detiene surge el heroísmo, la camaradería, la precisión tecnológica. Allí donde no apunta, se hunden en la penumbra la devastación, las víctimas civiles, la duda ética. No inventan la realidad, pero la editan; y en esa edición la guerra se convierte en una narrativa digerible, incluso admirable.
Hay, además, una estética cuidadosamente diseñada. La luz que enmarca a un soldado, la bandera ondeando en el fondo, la máquina bélica convertida en icono de modernidad. Todo refuerza la idea de que la guerra puede ser contemplada como un espectáculo de orden frente al caos, como si se tratara de una obra de arte donde la violencia queda sublimada en símbolos.
Así, su trabajo es un arma silenciosa. No disparan proyectiles, pero disparan relatos. En tiempos de guerras híbridas, donde la información es parte del frente, cada fotografía y cada texto son operaciones estratégicas que buscan modelar la percepción global. No informan tanto como configuran: lo que debe sentirse, lo que debe pensarse, lo que debe recordarse.
En este punto aparece la paradoja. ¿Son periodistas o propagandistas? ¿Narradores de la experiencia humana o guardianes de la legitimidad militar? Su ética está atravesada por una tensión irresoluble: contar lo que ocurre o contar lo que conviene. Y esa tensión no es un detalle menor, porque lo que ellos producen no solo afecta al presente, sino al futuro. Sus imágenes y crónicas serán, mañana, los archivos con los que el mundo recordará lo que hoy sucede.
Quizá la pregunta más perturbadora sea esta: ¿qué es más real, lo que sucede en el campo de batalla o lo que logra fijarse en el relato oficial? Entre esas dos realidades se extiende el poder de los constructores de relatos bélicos.