Decimos “verdad” como si pronunciáramos el nombre de algo inmutable, un diamante que brilla intacto en medio del caos. Pero si miramos con cuidado, cada verdad que veneramos es en realidad un cadáver de error, corregido y embalsamado para que parezca eterno.
La historia del conocimiento es la historia de sus rectificaciones: la Tierra dejó de ser plana, el Sol dejó de girar a nuestro alrededor, las enfermedades dejaron de ser castigos divinos, la materia dejó de ser indivisible. Lo que hoy proclamamos como cierto no es más que la versión menos equivocada que hemos podido producir hasta ahora.
Esta visión no es cómoda. Si la verdad se construye sobre los restos de errores anteriores, ¿qué nos garantiza que no estemos, ahora mismo, levantando el futuro museo de nuestras equivocaciones? La respuesta es brutal en su sencillez: nada. La verdad es una hipótesis que ha sobrevivido a suficientes golpes como para mantenerse en pie… hasta que llegue el siguiente.
Por eso, la verdadera honestidad intelectual no consiste en defender una verdad como si fuera un reino inviolable, sino en defender el derecho a que esa verdad sea destruida si el error asoma. La verdad no es un lugar de llegada; es un campo de batalla donde nuestras certezas mueren y renacen, siempre heridas, siempre incompletas.
Aceptar esto es renunciar al absolutismo y abrazar el escepticismo como ética. No el escepticismo estéril del que niega todo, sino el que entiende que la corrección es más valiosa que la convicción. No se trata de tener razón, sino de merecerla; de estar dispuesto a perderla si la realidad, con su fría paciencia, nos obliga a reescribirla.
Quizá entonces dejemos de hablar de “la verdad” como algo que poseemos, y empecemos a verla como lo que es: un error en fase avanzada de corrección, frágil, provisional, pero, paradójicamente, lo más sólido que tenemos.