España vive un fenómeno demográfico creciente e imparable: el envejecimiento. A la sobrecarga silenciosa que sufren millones de cuidadoras—madres, esposas, hijas—se suma un sistema de atención a la dependencia desbordado, precarizado y fragmentado. La mayoría de los cuidados recaen aún hoy en el entorno familiar, sobre todo en mujeres. Y cuando el verano interrumpe servicios, la presión se dispara, sin apenas estructuras de apoyo real. La pregunta que emerge no es solo cómo cuidar, sino qué vida consideramos digna de ser cuidada.
El reciente asesinato de Teresa de Jesús González, auxiliar del Servicio de Atención a Domicilio en Galicia, asesinada tras denunciar acoso por parte del marido de una usuaria, revela un punto de quiebre. No solo mueren los cuerpos agotados por el cuidado, sino que peligra la integridad misma de quienes cuidan. La sociedad observa, pero no actúa con la urgencia que requiere una situación límite.
Y en esta pendiente aparece un horizonte inquietante, perfectamente esbozado en la película japonesa Plan 75, donde el Estado, frente al coste que implica el envejecimiento poblacional, ofrece una salida ordenada, “voluntaria” y socialmente higiénica: la eutanasia institucionalizada para mayores de 75 años. No como tragedia, sino como programa. Como plan.
Lo perturbador no es solo que la película imagine ese escenario, sino que muchas de sus premisas ya están en marcha: el abandono sistemático, la invisibilización del sufrimiento, la falta de recursos, la mercantilización del final de la vida. El salto de una sociedad que no cuida a una que empieza a gestionar el descarte no es tan largo como quisiéramos creer.
A esto se suma una hipocresía profundamente instalada: la defensa acrítica de una vida prolongada por defecto, incluso cuando las condiciones reales convierten esa vida en una espera sin sentido, sin autonomía, sin dignidad. Se venera la muerte solo cuando llega por “causas naturales”, aunque haya vidas que, de forma racional y serena, clamarían por su derecho a concluir. Negamos la posibilidad de elegir un final voluntario, pero permitimos que miles envejezcan sin asistencia, sin vínculo, sin futuro.
¿Y si la solución al envejecimiento fuera dejar de resistirlo? ¿Y si la respuesta que nos están preparando no es más humanidad, sino más eficiencia? ¿Y si, ante la imposibilidad de cuidar, la sociedad empieza a justificar el dejar morir… o incluso el invitar a hacerlo?
El caso de Teresa, los veranos sin respiro, la soledad institucional y la feminización de la carga anuncian una bifurcación moral: o transformamos el cuidado en un pilar político real, o aceptamos que los más vulnerables—y quienes los acompañan—pueden desaparecer en silencio, legitimados por un nuevo contrato social: rápido, limpio, eficiente. Como el Plan 75.