Hay amores que no atraviesan la piel. Amores que se detienen en la silueta, en la textura, en la proporción. Son intensos, embriagadores, incluso adictivos. Pero son también trampa. Porque cuando se ama solo el cuerpo de alguien, se convive con una ilusión estética, no con una persona.
Convivir enamorado del cuerpo pero no de la mente es como vivir en una casa preciosa donde no puedes abrir ninguna puerta. Todo parece perfecto desde fuera, pero por dentro reina el vacío, el tedio, la incomunicación.
Al principio, el cuerpo deslumbra y seduce. Todo se sostiene sobre una atracción que lo justifica todo. Pero con el tiempo, esa atracción empieza a necesitar algo más. Busca conversaciones que no llegan, miradas que no comprenden, silencios que no acompañan. La belleza sin pensamiento se vuelve ruido. Y el deseo, sin complicidad, se transforma en rutina.
El gran error no es amar un cuerpo. Es confundir ese amor con algo profundo. Es pensar que la armonía exterior suplirá la ausencia de afinidad interior. Pero la mente, con sus ideas, contradicciones, recuerdos, sueños y heridas, es lo que realmente habita en el otro. El cuerpo es la fachada; la mente, el hogar.
Cuando se ama un cuerpo y no su mente, uno termina solo incluso estando acompañado. La relación se convierte en un acto de presencia sin presencia. Una coreografía sin música. Y lo que fue placer se convierte en prisión.
Amar de verdad exige mirar más allá de la carne. Es encontrar belleza en cómo piensa el otro, en cómo duda, en lo que teme, en lo que anhela. Es un diálogo que trasciende lo físico, una conexión que sobrevive al tiempo, al desgaste y a las arrugas.
Porque los cuerpos cambian. Pero una mente que admiras puede enamorarte cada día de formas nuevas.