Hay dos grandes fuerzas que, combinadas, están reconfigurando silenciosamente la estructura social: el encarecimiento sostenido del alquiler y la transferencia masiva de herencias inmobiliarias. Lejos de ser fenómenos aislados, actúan como motores complementarios de una desigualdad que ya no se contenta con crecer entre clases, sino que comienza a fracturar generaciones. En el centro de este doble proceso se encuentra la vivienda: bien escaso, instrumento de acumulación, refugio emocional… y barrera de acceso al futuro.
En las próximas décadas, asistiremos a uno de los mayores traspasos de riqueza de la historia reciente: millones de viviendas cambiarán de manos, no por méritos, esfuerzo o decisiones racionales de inversión, sino simplemente por línea de sangre. Esta es la paradoja: el ascensor social se detiene mientras se elevan los patrimonios por herencia.
Los datos son claros. La generación del baby boom acumula la mayor parte del parque inmobiliario en propiedad. Muchos de sus hijos —la generación intermedia— llegan a la madurez con salarios estancados, hipotecas inalcanzables y alquileres asfixiantes. Y es en este escenario donde aparece un gesto revelador, lleno de significados: algunos abuelos, al ver que sus hijos ya han fracasado en el intento de ascenso, deciden ceder directamente su herencia a los nietos. Se salta una generación. No es un acto de generosidad, sino una respuesta lúcida a una estructura estancada. Si no pueden ayudar a sus hijos a "subir", tal vez aún estén a tiempo de empujar a sus nietos hacia otro punto de partida.
Pero esta transmisión no es universal. La reciben solo quienes tienen algo que heredar. Así, el patrimonio, en vez de suavizar las diferencias, las consolida. Mientras una parte de la juventud accede a vivienda por herencia —y con ello a estabilidad, tiempo libre y oportunidades—, otra parte queda condenada al pago perpetuo de alquileres desbocados, atrapada en un presente sin propiedad y en un futuro sin legado.
El envejecimiento de la población agrava aún más este cuadro. Una sociedad que envejece es una sociedad que transfiere más riqueza, pero también más dependencia. La presión asistencial y económica recae sobre los mismos que no pueden comprar ni alquilar en condiciones dignas. El mercado, sin regulación firme, convierte esa necesidad de vivienda en un campo de extracción de rentas sin freno, donde los más jóvenes deben pagar a los mayores no solo con sus sueldos, sino con su futuro.
Esta es la nueva geometría de la desigualdad: vertical en lo social, pero ahora también transversal en lo generacional. Una línea invisible separa a quienes tendrán acceso a la vivienda por herencia —y con ella a una vida mínimamente habitable—, de quienes vivirán en tránsito perpetuo, sin propiedad, sin previsibilidad, sin raíces.
La pregunta ya no es solo económica o urbanística. Es moral y política:
¿Puede una democracia sostenerse sobre un sistema donde el derecho a una vivienda digna depende cada vez más de haber nacido en la familia "correcta"?
¿Puede hablarse de igualdad de oportunidades cuando el mercado inmobiliario castiga incluso el mérito más esforzado si no va acompañado de herencia?
La vivienda, lejos de ser solo un problema técnico, se ha convertido en el espejo que devuelve una imagen inquietante: no es que estemos construyendo un mundo injusto… es que ya lo habitamos.