Hubo un tiempo en que la riqueza estaba anclada al esfuerzo humano: el salario, el oficio, la tierra cultivada, la tienda levantada con paciencia. El dinero provenía de un rastro visible de sudor y horas; tenía un vínculo directo con la experiencia de vivir y producir. Hoy ese lazo se ha roto.
El capital ya no brota de las manos, sino de algoritmos, deuda y movimientos invisibles en redes globales de especulación. No se acumula con lentitud, sino que se multiplica con la velocidad de un clic. La riqueza ha dejado de ser reflejo del trabajo humano para convertirse en un eco de sí misma, un espejismo que se expande sobre pantallas, balances contables y mercados que se retroalimentan.
El trabajador, que antes se pensaba como el centro de la economía, ha quedado reducido a pieza secundaria: su salario apenas sostiene consumo, pero ya no engendra inversión. Ahora son otros mecanismos —la emisión de dinero sin respaldo, los patrimonios heredados, la concentración tecnológica, la creación de deuda— los que determinan la circulación de la riqueza.
Esta mutación plantea una paradoja: cuanto más se desvincula el dinero del trabajo, más se desvincula también de la vida real. La abundancia crece en cifras, mientras la experiencia cotidiana se empobrece. Se invierte en activos intangibles, en promesas futuras, en valores inflados, mientras los cuerpos siguen trabajando, cuidando, esperando.
El dinero ya no mide lo producido, mide la capacidad de multiplicarse a sí mismo. Se ha convertido en un ente autónomo, casi ajeno a quienes lo originan. Y en ese tránsito ha cambiado también nuestra relación con el tiempo: antes ahorrar era guardar parte del presente para el futuro; hoy invertir es adelantar un futuro que quizá nunca llegue.
En el fondo, asistimos a una transformación ontológica: la riqueza se ha emancipado del trabajo y ha entrado en la era de la abstracción absoluta. La pregunta es si la sociedad puede sostenerse cuando el dinero ya no se alimenta de la vida, sino de sí mismo.