El espectáculo del cuerpo y el secreto de la mente

Vivimos en un tiempo en el que el cuerpo corre más rápido que la mente a la hora de ser recompensado. El atleta que concentra millones de miradas en un estadio o a través de una pantalla recibe cifras que rozan lo obsceno, mientras el investigador, el docente o el creador de ideas apenas sostienen una vida digna. No es que la sociedad valore más el músculo que la inteligencia: es que hemos convertido la atención en la moneda suprema y el cuerpo, al exponerse al límite, se vuelve mercancía perfecta.

El mercado paga lo que puede escalar sin coste, lo que puede repetirse infinitas veces ante millones de ojos, lo que concentra emoción inmediata. Un gol o una final son momentos irrepetibles que pueden venderse a todo el planeta a la vez. En cambio, la labor intelectual es difusa, su retorno llega a largo plazo, y su valor se diluye porque se comparte, porque se multiplica al transmitirse. El conocimiento beneficia a todos, pero rara vez enriquece a quien lo produce.

Salvo cuando ese conocimiento no se comparte, sino que se esconde. Ahí sí la mente cobra. El que posee información privilegiada, el que anticipa un movimiento financiero, el que administra algoritmos cerrados o datos ocultos, convierte el saber en asimetría. Y la asimetría siempre paga bien. El valor de la mente no se mide entonces por lo que ilumina al conjunto, sino por lo que excluye, por lo que convierte en secreto rentable.

De este modo, el cuerpo y la mente no están realmente en oposición, sino atrapados en una misma ecuación: se remunera lo que concentra atención o lo que captura ventaja, nunca lo que construye en silencio. Y es en ese silencio donde se sostiene la verdadera arquitectura de la sociedad.

La paradoja es cruel: lo que más nos enriquece colectivamente —el conocimiento compartido— es lo que menos retribuye individualmente. Y lo que menos aporta al conjunto —el espectáculo fugaz o el secreto guardado— se convierte en fuente desmesurada de riqueza.

¿Es esta la justicia de nuestro tiempo? Quizá la pregunta más urgente no sea cómo igualar la balanza, sino cómo diseñar instituciones y relatos capaces de premiar lo que deja huella, y no sólo lo que brilla un instante o lo que se esconde tras muros de exclusión.

La civilización siempre ha oscilado entre el culto al cuerpo y el culto a la mente. Hoy hemos reducido ambos a mercancía: el cuerpo, a espectáculo; la mente, a secreto. Lo que falta es devolverles su sentido originario: el cuerpo como expresión vital y la mente como luz compartida. Sólo entonces la retribución podrá aproximarse a la justicia, y no a la ceguera del mercado.