Habitaciones fragmentadas, ciudades fragmentadas

La nueva tendencia de trocear viviendas para el alquiler turístico no es solo una estrategia inmobiliaria: es un reflejo del modo en que las ciudades se transforman bajo la presión del mercado global. Lo que antes era un hogar completo hoy se convierte en un mosaico de estancias, alquiladas por días a desconocidos que nunca serán vecinos, ni comunidad, ni memoria.

La consecuencia social: la desaparición del vecindario

Las ciudades se vacían de vínculos duraderos. Allí donde había familias que compartían descansos, patios o saludos, aparecen ahora puertas cerradas, maletas que entran y salen, cuerpos transitorios sin arraigo. La fragmentación de la vivienda es, en última instancia, la fragmentación del tejido social. La identidad del barrio se diluye en la rotación de turistas, y la sensación de pertenencia cede ante la lógica de la ocupación temporal.

La consecuencia económica: desigualdad y especulación

El troceo de pisos multiplica los beneficios de unos pocos mientras eleva los costes para la mayoría. El alquiler turístico promete rentabilidades muy superiores al alquiler convencional, lo que expulsa a los residentes locales y encarece el acceso a la vivienda. En las grandes ciudades, este fenómeno acelera un modelo urbano elitista en el que vivir se convierte en un lujo y el hogar en un producto financiero. La economía urbana se desajusta: comercios de proximidad ceden ante cadenas de restauración rápida para visitantes, mientras se consolida una dependencia estructural del turismo que desestabiliza el equilibrio económico a largo plazo.

La consecuencia psicológica: desarraigo e incertidumbre

El efecto psicológico es más sutil, pero no menos profundo. Quien permanece en el barrio experimenta un sentimiento de extrañamiento: ya no reconoce a quienes transitan sus calles ni se siente dueño del espacio que habita. El constante flujo de desconocidos genera inseguridad, ruido y pérdida de intimidad. Para quienes son expulsados hacia la periferia, la herida es aún mayor: la ruptura de la memoria personal ligada a un lugar. Y en quienes habitan las ciudades de tránsito, turistas y residentes temporales, emerge una psicología de lo efímero: la vida se reduce a experiencias instantáneas, sin raíces ni continuidad.

Una ciudad dividida en estancias

La paradoja es que las viviendas convertidas en siete habitaciones son el espejo de unas ciudades convertidas en espacios de paso, diseñadas más para ser consumidas que para ser vividas. La lógica del turismo, proyectada sobre la vivienda, desdibuja los límites entre lo íntimo y lo mercantil. El hogar deja de ser refugio y pasa a ser mercancía troceada, rentable pero deshumanizada.


En definitiva, la moda de fragmentar viviendas para el alquiler turístico no solo altera la economía urbana, sino que erosiona los cimientos mismos de la vida en comunidad. Es un fenómeno que debería obligarnos a preguntarnos: ¿qué queremos que sea una ciudad: un lugar para vivir o un lugar para consumir?