Vivimos inmersos en una paradoja perceptiva: el cine nos muestra secuencias de 24 imágenes por segundo, y nuestro cerebro, incapaz de distinguir el vacío entre cada fotograma, construye la ilusión de movimiento continuo. Aceptamos esa cadencia como “natural” porque encaja con nuestro umbral perceptivo, con la frontera entre lo que podemos procesar y lo que se nos escapa.
Sin embargo, la vida real no llega en fragmentos; fluye sin interrupciones. Y, aun así, nuestra percepción la “trocea” constantemente. Lo hace porque nuestro aparato sensorial no está diseñado para absorber la totalidad, sino para seleccionar y simplificar. Solo así podemos sobrevivir al torrente inabarcable de estímulos que nos rodea.
Si aumentáramos la cadencia —si viviéramos en un mundo de 60, 120 o 1.000 imágenes por segundo—, quizá desaparecería la sensación de exceso, porque lo que ahora percibimos como saturación se disolvería en una continuidad más perfecta. Pero la cuestión esencial permanecería intacta: el límite siempre se reconfigura. Al superar una frontera perceptiva, aparece otra más allá, invisible pero igual de firme.
Esto revela algo profundo: conocer nuestros límites no nos libera de ellos, sino que los confirma. Descubrimos hasta dónde vemos, oímos y comprendemos, pero en ese acto de conocimiento reconocemos también el muro que nos separa de lo inalcanzable. El límite, entonces, no es solo biológico, sino existencial.
En el fondo, lo que llamamos “realidad” no es el mundo tal cual es, sino la versión que nuestro cerebro puede montar con los fragmentos que capta. Y ahí radica la tensión: sabemos que vemos un mundo construido y, aun así, no podemos habitar otro. Lo real se convierte en una proyección ajustada a nuestros márgenes de percepción.
Quizá por eso el cine nos fascina: porque nos recuerda que también la vida es una secuencia de imágenes ensambladas, un montaje que creemos continuo solo porque ignoramos sus cortes.