El videojuego se ha convertido en uno de los campos de tensión cultural más intensos de nuestro tiempo. La prensa lo refleja con claridad: mientras un proyecto concebido para detectar talentos en los eSports acaba transformado en un programa de deshabituación para dejar de jugar, otro relato muestra a dos investigadoras que, desde una vieja máquina arcade, abren la puerta a la ciencia y a la curiosidad juvenil. Dos noticias publicadas casi en paralelo y que, sin proponérselo, encarnan dos visiones radicalmente distintas de un mismo objeto: el juego digital.
En el primer caso, el videojuego se asocia con la amenaza. Las familias reclaman soluciones porque perciben que sus hijos “juegan demasiado”. El discurso gira en torno al riesgo: bajo rendimiento académico, aislamiento, dificultades de convivencia. El remedio que se ofrece no es tanto la alfabetización como la restricción. Es decir, se plantea “dejar de jugar” como si el videojuego fuera una sustancia tóxica, un hábito que debe erradicarse para recuperar la normalidad. Aquí el marco narrativo no es neutro: parte del presupuesto de que jugar está en las antípodas de aprender, trabajar o desarrollarse.
En el segundo caso, la narración cambia por completo. El videojuego es un puente, un lenguaje capaz de seducir a quienes quizás nunca habrían mostrado interés por la ciencia a través de los canales tradicionales. Una máquina arcade se transforma en un laboratorio de curiosidad: juegos que simulan carreras de nanomotores, entornos de realidad virtual que recrean procesos médicos, aplicaciones que convierten la tabla periódica en un puzzle interactivo. Aquí el juego no se restringe, se aprovecha; no se prohíbe, se orienta; no se desactiva, se resignifica.
Ambos relatos nos obligan a preguntarnos qué imagen del videojuego queremos promover como sociedad. Si seguimos alimentando el discurso prohibicionista, convertiremos a las familias en centinelas de la abstinencia, incapaces de ofrecer criterios más allá de la mera limitación del tiempo frente a la pantalla. Si, en cambio, apostamos por lo que podríamos llamar alfabetismo lúdico, el horizonte cambia: se trata de enseñar a jugar con sentido, a comprender qué se aprende mientras se juega, a reconocer cuándo el juego enriquece y cuándo empobrece.
El alfabetismo lúdico implica aceptar que el juego, como el lenguaje, no es neutral. Existen juegos que cosifican, trivializan y atrapan en bucles de repetición mecánica, pero también existen juegos que abren mundos, que estimulan la cooperación, que expanden la imaginación o que entrenan capacidades cognitivas transferibles a otros ámbitos. El problema no es el hecho de jugar, sino el marco cultural y pedagógico en el que el juego se inserta.
Aquí es útil trazar un paralelismo con internet. Durante los primeros años de la expansión digital, no faltaron voces que pedían cerrar el acceso a los menores, asustados por la sobreexposición, la desinformación o la pornografía. Hoy nadie plantea seriamente prohibir internet a los adolescentes; lo que se busca es enseñarles a usarlo, a filtrar fuentes, a proteger su identidad, a construir pensamiento crítico en medio de un océano de estímulos. Con los videojuegos deberíamos recorrer el mismo camino: pasar del “menos juego” al “mejor juego”.
El riesgo del prohibicionismo es doble. Por un lado, transmite el mensaje de que todo juego es una pérdida de tiempo, lo cual empobrece la mirada sobre un medio cultural que ya ha demostrado ser tan potente como el cine o la literatura. Por otro, deja intacto el vacío: si se retira el juego sin ofrecer alternativas, lo único que se genera es frustración o clandestinidad, una huida hacia entornos donde la supervisión adulta desaparece. El alfabetismo lúdico, en cambio, propone un marco de co-diseño entre familias, escuelas y los propios jugadores: establecer tiempos razonables, explorar juntos títulos con potencial formativo, analizar críticamente las mecánicas que un juego refuerza, hablar abiertamente de adicción y autocontrol sin reducir la conversación al miedo.
El contraste entre ambas noticias no es anecdótico: revela que estamos en un momento de bifurcación. Podemos seguir construyendo el videojuego como enemigo social, o empezar a verlo como herramienta cultural que necesita ser domesticada y elevada. Tal vez la verdadera madurez digital de una sociedad se mida por su capacidad para transformar sus miedos en alfabetismos, sus prohibiciones en pedagogías y sus prejuicios en nuevas formas de aprendizaje.
Porque no se trata de dejar de jugar. Se trata de aprender a jugar con propósito. Y esa diferencia puede marcar el paso entre una generación que viva el videojuego como un riesgo del que escapar o como un lenguaje con el que imaginar el futuro.