El sabor como origen del deseo

El deseo no nace solo de la carencia, como tantas veces hemos aprendido a pensar. También surge del contacto, de lo ya vivido, de aquello que hemos probado y que nos revela un horizonte nuevo. El sabor es más que un final placentero: es una chispa que aviva la llama. Lo que sabe no se agota, se reabre. Por eso, el deseo no muere al cumplirse, sino que se transforma, busca nuevas formas de repetir o profundizar lo hallado.


Saborear es una forma de proximidad radical: lo exterior se convierte en interior, lo ajeno en íntimo. Ese tránsito convierte la experiencia en memoria encarnada, en huella que el cuerpo y la mente desean prolongar. Lo mismo sucede con las ideas, con los encuentros o con la belleza: no basta con verlos o pensarlos, necesitamos “saborearlos” para que dejen poso, para que nos arrastren más allá del instante.

El término “gusto” conserva este doble sentido: juicio estético y experiencia sensorial. Tener gusto es también tener criterio, distinguir lo que merece prolongarse de lo que solo excita momentáneamente. En una cultura de excesos, donde todo se intensifica para estimular y saturar, reaprender el arte del sabor se convierte en una forma de resistencia: detenerse, afinar, reconocer lo que alimenta y no solo lo que excita.

Saborear —un alimento, un libro, una conversación, una música— es abrir el deseo a la hondura y no a la repetición ciega. El verdadero sabor no encierra, expande. No busca cantidad, sino plenitud. No devora, consagra.

En definitiva, desear bien es aprender a saborear sin prisa, a reconocer lo que deja huella sin convertirlo en dependencia. Porque lo que sabe de verdad no pide exceso, pide profundidad.